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Cero apellidos vascos

Nací en San Sebastián y no poseo apellidos vascos. Nada recuerdo del idioma antiquísimo y sin parientes que comencé a hablar porque con cuatro años mi familia se trasladó a Zaragoza. Mi lugar en el mundo se encuentra, en estos momentos, en esta ciudad ribereña. Aquí viven gran parte de las personas que quiero y al pasear por sus calles y beber en sus bares me siento a gusto. No obstante, cuando visito el País Vasco algo se remueve en mi interior, el paisaje me es familiar y en el ubico las historias que me han narrado mis padres y hermanos. En ellas no aparezco ya que no existía todavía, sin embargo, es como si las hubiera vivido por la fuerza con que las cuentan. Sé que en esa tierra fueron felices y que la abandonaron con lástima.

Los acontecimientos que ocurren en el País Vasco me interesan y lo que se hable sobre él también. Así que impelido por dicho interés y no solo por el poder que ejercen los actos y la opinión de la manada, vi el último taquillazo del cine español: Ocho apellidos vascos. No será este el espacio para denostar la comedia, principalmente porque es efectiva, cumple su misión, que no es otra que dibujar una sonrisa. Eso sí, haré dos breves apuntes. Su director Emilio Martínez-Lázaro la describe como una sátira. No estoy de acuerdo, señor Emilio; creo que su película no encaja en la definición. Otra cuestión que se ha tratado en la promoción del film es que el guión se sustenta en el uso cómico de los tópicos regionales. En efecto, aquí les doy la razón. Y deseo que de este modo sea entendida la película; que cualquier espectador, incluso los que miran con ojos de bóvido, identifique el tópico, lo analice críticamente y termine desechándolo de su pensamiento; y no que sirva, al contrario, para fortalecer falsas creencias y prejuicios.

Basta, no hablo más de Ocho apellidos vascos. He conseguido captar su atención con este gancho oportunista, y ahora paso a escribir de lo que realmente me interesa.

Tras ver la película pensé que no había leído literatura vasca y que era algo que no podía permitirme. Abrigaba curiosidad por la obra del celebérrimo Bernardo Atxaga y afán de descubrir a otros que han contado con el aplauso de crítica y lectores. A continuación lo que se expone son mis opiniones sobre novelas de cuatro autores que escriben en euskera. Por tanto, mis lecturas son de traducciones al español que no es lo mismo que leer la obra en la lengua en que fue escrita, pero sí una aproximación, sobre todo, en el caso de Atxaga que traduce él mismo sus libros. No se trata de un análisis concienzudo sobre literatura vasca y dejo pendiente la lectura de otros novelistas también reconocidos por su calidad.

Sin más preámbulos, comenzaré hablando sobre dos autores jóvenes y dejaré para el final a los veteranos.

El primer autor que he leído ha sido a Kirmen Uribe y me ha deparado una sensación agridulce. Su primera novela, Bilbao-New York-Bilbao es sobresaliente. Uribe, que es descendiente de pescadores, nos presenta una novela familiar en torno al mar —uno de los elementos fundamentales en el paisaje, la historia, la economía y la cultura vasca, y el factor esencial que conforma el imaginario de los habitantes de la costa— escrita con gran inteligencia y sensibilidad. Está urdida en una compleja estructura, que definiría como reticular —como las redes que tejía su bisabuela—, con relatos, vivencias y reflexiones de gran belleza, sutileza y calado. En resumen: muy recomendable.

 

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Sin embargo, en Lo que mueve el mundo esa llama narrativa languidece. A pesar de que emplea unos mimbres similares a la primera y de que el tema es interesante —a partir del exilio de niños vascos durante la Guerra Civil Española, se narra la vida de Robert Mussche, un escritor belga que acoge a una de esas niñas y que participará en la contienda española como voluntario y, posteriormente, en la resistencia a los nazis—, Uribe no consigue emocionarme. Quizá se deba a la traducción del euskera al castellano, aunque me temo que el problema radica en que en Bilbao-New York-Bilbao, Uribe escribe con alma de poeta y en Lo que mueve el mundo se emplea como narrador. Pierde de este modo su sello propio y aunque la historia le conmueva, no es su historia, de forma que la presenta de manera más fría y, sobre todo, aburrida.

 

La parte inicial de Twist es una muestra del talento de Harkaitz Cano por su osadía, fuerza y originalidad; también el final lo es, puesto que emplea un tono evocador y lírico que me ha encantado. El principal problema de la novela es su nudo. Los personajes de Soto y Zeberio (los trasuntos de Lasa y Zabala) son tan poderosos, acaparan tanto nuestra atención; y su relación con Lazcano, el principal protagonista, podría dar tanto de sí, que cuando Harkaitz los abandona para que la trama avance a través de personajes secundarios la narración pierde interés. Las mujeres que conoce Lazcano, los polvos que echa con ellas, sus familiares, el editor, la obra de teatro etc., son menudencias comparadas al potencial que podría extraerse de la amistad que vivieron aquellos tres jóvenes mientras militaron en ETA y de la búsqueda de justicia posterior —tras su tortura y desaparición— por parte de Lazcano como maniobra que lo que pretendía, realmente, era purificar su mala conciencia. Las conexiones que se establecen entre los personajes y entre las diferentes partes de la novela son siempre fruto del azar y cuando en una novela realista que posee algo de thriller se conforma como norma, algo falla. Tampoco el ritmo es el adecuado. Harkaitz se detiene en las tramas de los secundarios, nos mece en ellas con parsimonia hasta que, de improviso, acelera la narración para que esa pequeña historia encaje con la trama principal y, como acabo de comentar, a veces de un modo forzado.

 

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En la novela se puede leer: “Generalmente dos pasos son suficientes para alejarse de los caminos trillados y frecuentados. Basta un paso para caer por el borde del precipicio.” Creo que el autor ha tenido temor a despeñarse y tras adentrarnos en un espacio novedoso que acelera el corazón, ha vuelto a la senda literaria marcada: una pena porque me habría gustado deambular de su mano junto al terreno inestable al que me había llevado. Leeré la próxima novela de Harkaitz porque no me cabe duda de que su mejor obra está por llegar.

 

De Ramón Saizarbitoria he leído Los pasos incontables. En esta obra aparecen varias líneas argumentales que se entrecruzan: las relaciones de amistad y amorosas de Iñaki Abaitua, un escritor y lexicólogo vasco, que, en parte empujado por la presión de dichas lealtades, colabora con un comando etarra. Su principal contacto es Ortiz de Zarate, con quien mantiene una relación distante, pero que, a la vez, lo subyuga y ahoga —en clara alusión al sentimiento que le provoca su participación en ETA—. Otro de los miembros del comando que asesina a un guardia civil es Daniel Zabalegi. Y en su detención y condena a muerte se centra Iñaki Abaitua. Es precisamente ese juego de perspectivas uno de los logros más sorprendentes de la estructura. Así encontramos dos narradores —por un lado el escritor protagonista y junto a él, en una voz yuxtapuesta sutilmente, el omnisciente que describe el proceso de creación de Iñaki—. La manera en que Ramón Saizarbitoria consigue que leamos dos libros sobre el mismo hecho casi sin darnos cuenta, es lo que ha despertado mi admiración.

 

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Se le pueden reprochar algunos aspectos de la novela como el excesivo interés en el paisaje, los diálogos pretenciosos y políglotas del grupo de amigos de clase media —aunque quizás el propósito del autor, además de caracterizarlos, fuese que el lector los odiara un poquito; si es así, conmigo lo ha conseguido—, y el empleo de algunas imágenes y episodios manidos, como por ejemplo el de un polvo sobre un suelo cubierto de folios (¿Puede haber algo más inverosímil y repetido en la historia de la literatura y el cine? Ah, sí, claro, el hacerlo en el baño de un avión). A pesar de estas nimiedades —olvídenlas, no se queden con ellas—, esta novela con toques de suspense es literatura de la buena, de la profunda, de la que no olvidas.

Obaba es para la literatura vasca lo que es Macondo a la latinoamericana. En su libro Obabakoak, Bernardo Atxaga crea este pequeño pueblo donde transcurren gran parte de sus cuentos. Se trata de un lugar anodino, encerrado en sí mismo, claustrofóbico para una serie de personajes que son marginados, incluso perseguidos; pero, al mismo tiempo, se trata de un espacio mágico donde la imaginación les permite escapar de esa realidad hacia horizontes amplios y luminosos. En Obabakoak he encontrado una colección de relatos narrados con templanza e hilvanados con inteligencia, en los que destacan dos temas: la inadaptación y la capacidad de la literatura para liberar al ser humano o, al menos, para crear otras realidades que alivien su dolor.

El libro en sí es interesante, como otros muchos, pero hay un aspecto que le otorga un mérito adicional, que lo hace único e histórico. Bernardo explica en un anexo final que a la zozobra de un escritor primerizo, se le sumó la inseguridad derivada de una falta de tradición literaria en euskera y de un lenguaje literario común —ya que hasta los años setenta del siglo XX, el euskara batua no unificó los cuatro dialectos en que se hallaba dividido—. Desde luego que significaría un obstáculo, sin embargo, creo que Atxaga y los escritores vascos de su generación fueron unos afortunados. A los primeros alpinistas se les reconoce un mérito superlativo ya que ascendieron los picos más altos sin apenas equipamiento. Así será recordado Atxaga, como un pionero que se lanzó a escribir su propio universo de ficción con las palabras de una lengua antiquísima que quería renacer. Y pienso que él mismo rememorara hoy en día aquel tiempo creativo de vértigo y audacia.

 

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