Tres secretos de un hombre extraordinario
Por muy optimista que uno sea cuando conversa con un desconocido no espera que le ofrezca revelaciones sobre su vida. Si además los misterios confiados contienen elementos inexplicables, el asombro es mayúsculo, aunque surge también cierta precaución ante el relato que se escucha. Sin embargo, mi recelo fue vencido al final de la entrevista con Javier Masip, cuando, sin que él lo supiera, observé el último secreto que me había descrito.
En el trayecto a Alfajarín —localidad donde reside Javier— pensé que existen épocas o más bien las sociedades que habitan dichos periodos que menosprecian el talento, lo dificultan e incluso persiguen. Suelen ser sociedades doctrinarias, aisladas, que conciben el individualismo creativo como un peligro. Que una persona escape a los designios establecidos para ella, a la realidad plúmbea, monótona y de subsistencia, para estas sociedades constituye un riesgo por su capacidad de contagio. Sin embargo, el espíritu rebelde y el empeño de esos sujetos únicos acaban hallando un espacio dentro de esos fanales opacos. El cartel publicitario del toro de Osborne, en lo alto del cerro que precede a la localidad, me devolvió a la carretera y me recordó que, del mismo modo que he descrito, el contexto en el que creció Javier no le facilitó oportunidades.
Javier, que nació en 1934, padeció la escasez que imperó durante la Guerra Civil y los años posteriores. Desde pequeño colaboró en las labores agrícolas, de las que solo era dispensado en días de lluvia que aprovechaba para ir a la escuela. <<Te voy a contar algo que me pasó en esa época>>, me dijo Javier, escrutándome con sus ojos azules para sopesar si era digno de conocer ese episodio de su vida.
Una tarde, mientras sus hermanos dormían la siesta, fue a la cuadra a alimentar a una yegua. Estaba hambrienta, así que se inquietó al oler el pasto. Javier se agachó para depositar la paca en el pesebre sin esperar la reacción del animal que le asestó un testarazo en la cabeza que lo desplomó. Transcurrieron dos horas hasta que lo encontraron a los pies de la yegua en las que, inconsciente y febril, soñó con un hombre protector que le habló. Javier recuerda que se sentía cómodo junto a él y que le escuchaba con atención. <<La mayoría de las cosas no puedo decírtelas, pero sí una: ese hombre me dijo que no temiera el futuro, que superaría las adversidades y lograría lo que me propusiera>>.
Javier se enfadó cuando lo despertaron y reclamó a su madre que le permitiera regresar con aquel hombre. Asustada, su madre Martina lo acostó con la esperanza de que el niño olvidara ese sueño convulso. Sin embargo, Javier nunca lo hizo. La sensación fue tan viva que dudó de que aquel hombre fuera una imagen onírica. En cualquier caso, memorizó aquellas palabras como si fueran la promesa de alguien que no te puede fallar.
Quien no le defraudó fue su padre Ángel que hizo un esfuerzo para devolver la alegría a su hijo de nueve años y liberarlo durante un día de la fatiga del campo. En el Pilar del año 1944 tomó parte de sus ahorros y condujo en su carro a sus hijos y a otros niños del pueblo al Circo Price. Fue la primera vez que Javier vio elefantes, leones y al Gran Popo, un famoso payaso. Javier sintió una inmensa alegría y admiración hacia todos los números, aunque hubo uno que le impresionó para siempre: el equilibrista sobre la cuerda floja.
A partir de esa fecha, el tiempo sucedió más liviano para el niño porque apareció un hito en el calendario, una cita anual en la que emprendería la excursión a Zaragoza y reviviría la fascinación ante aquel equilibrista que caminaba suspendido en el aire sobre el apoyo mínimo de una cuerda o un alambre. Javier no lo supo entonces, pero en el interior de la carpa del Circo Price se fraguó una pasión que no lo abandonaría.
A los doce años, cuando esperaba impaciente la vuelta del circo, sucedió un hecho inesperado que lo alejó tiempo de él. Su padre recibió la oferta de un tratante de ganado para acoger a Javier en su vaquería a cambio de comida, vestido y techo. La situación económica seguía sin mejorar, el hambre acechaba y no había cabida para la lástima ante la separación. La supervivencia no entiende de sentimientos, de modo que sus padres ocultaron su dolor y Javier la incertidumbre. Le prepararon un hatillo y partió a la vaquería, situada en el barrio zaragozano del Arrabal, donde trabajaría hasta la mayoría de edad.
Javier ordeñaba y limpiaba el establo desde que amanecía hasta la noche. A la dureza del trabajo se sumaba la crueldad de las condiciones: carecía de tiempo libre, le prohibieron las salidas a la ciudad y las visitas a su familia fueron escasas. Sin embargo, Javier se felicitaba por su suerte ya que estaba bien alimentado y viajaba. <<Acompañaba a mi amo a comprar vacas a Cantabria y luego a las ferias que se celebraban en Barcelona y Bilbao donde las vendía>>. En aquellas oportunidades, Javier se mantuvo en un segundo plano, pero concentrado en aprender el arte de los negocios.
A pesar de las obligaciones que le impusieron, Javier continuaba siendo un niño y como tal pensaba en la forma de divertirse. Uno de los juegos preferidos por los chicos es emular a los adultos. Javier ya lo hacía, pero ordeñar no suponía un entretenimiento. Lo que deseaba era realizar equilibrios como el artista del circo.
Aguardó a la noche, hora en que sus señores descansaban en el piso superior y los sirvientes externos se marchaban a sus hogares. Utilizó una soga con la que se ataban los fardos y aseguró sus extremos en las columnas del establo. Observó la cuerda, a poco menos de un metro del suelo, y la sombra que proyectaba en la pared que asemejaba a una serpiente negra. Levantó la pierna derecha y apoyó su pie en la cuerda. Las vacas abandonaron su ensimismamiento un instante y mugieron al verlo. Javier se impulsó y colocó su otro pie sobre la soga. Aleteó los brazos y basculó el cuerpo: había conseguido mantenerse en pie. Javier lo hizo confiado, quizás recordó las palabras del hombre del sueño. Respiró y comenzó a caminar de manera natural sobre la cuerda. Fue un momento de iluminación y gozo en el que descubrió que conservaba el equilibrio con facilidad. Anduvo con la vista al frente, con la sensación de que bajo sus pies no se hallaba un pequeño abismo sino una superficie intangible de la que era imposible caer.
Repitió su juego durante ocho años, tiempo en el que dejó de ser niño y en que jamás fue descubierto. <<Como el piso de arriba estaba entarimado, escuchaba los pasos de los amos cuando iban a bajar, así que disponía de un minuto para quitar la cuerda y disimular>>, me dijo Javier. Pensé que quizás se avergonzaba, pero me lo desmintió. Su motivo era más lamentable: temía que sus señores le sorprendieran o que los compañeros desvelaran a estos que se distraía y acabar despedido por una u otra posibilidad.
La situación cambió al regresar a su pueblo, allí era innecesario tomar precauciones. Javier colaboraba con su padre y tras terminar de trillar acudía a otra vaquería. Parecía que la presencia de las vacas le impelía a practicar. De hecho, mientras abrevaban a campo abierto, Javier perfeccionó su habilidad sobre una maroma que ataba a dos árboles. Había logrado girar sobre sí mismo cuando alcanzaba el cabo para continuar hacia el contrario sin bajar al suelo. No satisfecho con ello, inició el doble equilibrio. Al paso sobre la cuerda, añadió el sostener en vilo cualquier apero de labranza con la barbilla. Una cuadrilla de jornaleros quedó atónita cuando vieron a Javier realizar esa acrobacia bajo una lluvia de vilanos. Era la primera vez que alguien presenciaba sus ejercicios, pero no se sintió nervioso, al contrario, la constatación de que despertaba entusiasmo y el calor de aquellos aplausos le alentaron.
Javier afrontaba otros retos con la misma determinación. Tras casarse, caviló el medio con el que obtener ingresos que asegurasen el porvenir de sus hijos. Pensó que un tractor se los proporcionaría. Recordó al tratante de vacas y que era obligado arriesgar para luego conseguir beneficios. Fue difícil convencer a su padre de la inversión. Nadie en el pueblo poseía uno, ni siquiera las casas hacendadas, así que no existía experiencia previa que garantizara la rentabilidad del tractor. Sin embargo, la tenacidad de Javier persuadió a su padre. <<Nos decían que estábamos locos, qué dónde nos creíamos que íbamos, nosotros que éramos unos desgraciados>>, me dijo Javier con una sonrisa astuta. Aquellos incrédulos desconocían su plan: viajar a Madrid con su tractor. En los años del Desarrollismo, los constructores demandaron tractores para utilizarlos en la edificación de las casas baratas destinadas a los obreros que emigraban a la capital. Así que, sin dudarlo, Javier acopló un rodillo apisonador al vehículo y participó en la nivelación de los suelos sobre los que se levantaron los cimientos. En menos de un año amortizó su adquisición. Le tentaron con seguir en dicho oficio, pero él había alcanzado su propósito y sus ideas eran insobornables: su lugar se encontraba en Alfajarín junto a su familia.
Reconduje la entrevista puesto que temí que Javier se perdiera en otras anécdotas, interesantes, pero que nos desviaban del tema. Sentí una ligera turbación, como si mi cuerpo me previniese de los secretos que aún aguardaban.
Quise conocer la reacción de sus padres y hermanos cuando le observaron realizar equilibrios. <<Sabían que lo hacía por los comentarios de algunos amigos, pero mi familia no le dio importancia, ni yo mismo lo hice, y tardaron años en verme>>. No daba crédito: Javier no había valorado su talento y a penas lo había mostrado. El 8 de diciembre de 1977 esa circunstancia varió y todos los vecinos del pueblo comprobaron de lo que era capaz.
El párroco solicitó a Javier que le cediese su almacén para celebrar un acto benéfico en el que se había programado la actuación musical de una pequeña agrupación local. Javier propuso al cura completarla con su número y este aceptó. Fue tal el éxito que se repitió a la semana siguiente. Entre el público boquiabierto se encontraba Alfonso Zapater, periodista de Heraldo de Aragón que publicó una crónica del evento. Aquel hecho —el reconocimiento de sus paisanos, la crítica positiva del periodista y la publicidad aparejada— supuso un cambio en la concepción que Javier poseía sobre su habilidad. <<Noté que a la gente le gustaba>>. Aunque de manera inmediata le asaltó una nueva duda: ¿qué pensarían de él los artistas de circo?
La cochera de la casa de Javier es el lugar donde entrena. Entre las herramientas, el tractor y una cisterna de gasoil, existe un espacio en el que ha situado un pedestal, sus útiles circenses—elaborados por el mismo a partir de materiales de labranza y juguetes de sus nietos— y, por supuesto, la cuerda atada a dos columnas. Javier se vistió unos pantalones vaqueros holgados, se calzó unas zapatillas de esparto y se remangó los puños de la camisa. Me mostró los ejercicios que desarrolló aquel 8 de diciembre y otros que incorporó posteriormente. Para ello, colocó una tabla sobre un tubo y subido a ella levantó varios objetos hasta su barbilla para sostenerlos en equilibrio: una silla, una carretilla, una guadaña o un aro. En ocasiones acompañaba la maniobra de malabares con bolas. Para realizar equilibrios con objetos pesados —una bala de paja clavada en una horca o un arado romano— bajaba al suelo. Dejó para el final el doble equilibrio sobre la cuerda floja con un rastrillo, algo que él jamás ha visto ejecutar a otra persona.
Es increíble la fortaleza y agilidad que conserva Javier a los ochenta años. Le pregunté si el entrenamiento es la clave para conseguir lo que hace o existe otra. Javier me dijo que ayuda pero no es lo esencial. Que él logró mantenerse en pie sobre una cuerda la primera vez que lo intentó. Según su experiencia, el truco consiste en observar un punto fijo en el techo o en la pared —ya sea una grieta, la línea de una hilera de ladrillos o una oquedad—. Sin una referencia es más difícil realizar los equilibrios o el tiempo de permanencia se reduce. <<¿Así que ese es el secreto?>>, le dije. Javier me lo negó con un movimiento de cabeza. Era obvio, si fuese únicamente ese, cualquier persona lo ejecutaría. Me mantuve en silencio, a la espera de una explicación. <<Oklahoma>>. Repetí perplejo el nombre de aquel estado norteamericano. ¿Qué respuesta era esa? ¿Qué relación podía guardar con Javier?
En cierta ocasión, Javier vio en la televisión un reportaje. Unos científicos desarrollaban una serie de experimentos como pedir a un invidente que recorriera un pasillo. En la primera oportunidad, el corredor se hallaba libre de obstáculos y el ciego lo atravesó sin contratiempos. Sin embargo, en el segundo intento, los científicos situaron una silla en mitad del trayecto. Huelga decir que el ciego no la veía, sin embargo se detuvo un metro antes de alcanzarla. Percibió la barrera sin que ninguno de sus sentidos la captara. La tesis de los investigadores de ese centro ubicado en Oklahoma era que esa persona poseía un sexto sentido. Javier se identificó con ese razonamiento. <<Creo que tengo ese instinto que muy pocos disfrutan. El ciego no veía la silla y en cambio intuía que estaba allí. A mi me pasa lo mismo. No miro la cuerda o el rulo porque no me hace falta, sé el punto exacto donde debo pisar, cómo moverme para no caer: he nacido con ese don>>.
El año en que Javier actuó en Alfajarín, Angel Cristo organizó en Francia una gala benéfica para recaudar fondos destinados a Unicef que luego repitió en plazas españolas con la participación de estrellas de otros circos. Uno de los reclamos fue la presencia del célebre reportero y aventurero Miguel de la Quadra-Salcedo, que durante tres años se convirtió en domador de leones.
La gira recaló en Zaragoza y fueron invitados al evento los hermanos Tonetti, payasos y propietarios del Circo Atlas o figuras locales como Paco Martínez Soria que representaba una obra en el Teatro Argensola. Javier leyó el anuncio en el periódico. Tomó dos decisiones: asistiría y mostraría a los profesionales del circo su destreza.
Unas horas antes del espectáculo, Javier se presentó en la carpa con el arado romano y el resto de instrumentos. Los hermanos Tonetti y Paco Martínez Soria asistieron a la prueba. La ceniza del puro del cómico se precipitó al suelo mientras aplaudía y los hermanos Tonetti le propusieron unirse al Circo Atlas. Javier solo quería actuar ese día junto a otros artistas y, a pesar de la negativa, los Tonetti le concedieron su deseo. Javier sorprendió al público por su habilidad y por presentarse con su ropa de labor, sin las brillantes lentejuelas de los trajes que lucían el resto. Esa valentía y humildad despertaron la emoción en los presentes. Javier estaba exultante ante la reacción, pero algo tímido entre tanta figura. De la Quadra-Salcedo se percató y le invitó a unirse al elenco, como uno más, para recibir el aplauso al final de la gala. Fue también el domador quien le urgió después a salir solo a la pista para que fuera el único triunfador. Javier, a la vez que contenía lágrimas de alegría, lanzaba besos al público en agradecimiento a la ovación y por hacer sentirle una estrella.
Al cabo de unos meses, Javier recibió una llamada telefónica: José María Iñigo le invitaba a la sección Usted qué sabe hacer de su programa televisivo Fantástico. A cualquiera le habrían castañeado los dientes, pero Javier le dijo sin titubeos que contase con él. Javier piensa que el equipo del programa le conoció gracias a la crónica publicada en el periódico, pero yo discrepo. En esa temporada, José María Iñigo se embarcó en un proyecto inaudito en su carrera y hoy olvidado: trabajó como domador de elefantes en el Circo Ruso de Ángel Cristo. Uno de sus compañeros en aquella aventura fue Miguel de la Quadra-Salcedo, quien es muy probable que en alguna velada le relatara la magia que irradiaba aquel labrador aragonés.
José María Iñigo, con su mostacho de cosaco ruso, presentó a Javier. Las cámaras le enfocaron y millones de telespectadores contuvieron el aliento cuando Javier sostuvo con su barbilla un arado de veinticinco kilos. Aquella aparición supuso el inicio de su popularidad, que vendría acompañada de la participación en multitud de magazines televisivos en las décadas siguientes: Hermida por la mañana, La tarde con María Teresa Campos, Vip noche, Crónicas marcianas, Sabor a ti, Hablando se entiende la gente o Tú sí que vales. Entre todos ellos recuerda con cariño su actuación en El semáforo. Javier reclamó a Chicho Ibáñez Serrador que apagase uno de los focos para que pudiera servirle de punto de referencia y no le deslumbrara. El director se negó en rotundo. ¿Imaginan quién venció la disputa? Javier ganó el concurso ese día y se embolsó un millón de pesetas.
Compaginó su trabajo en el campo y en una granja porcina con estas colaboraciones y con su intervención en festejos y actos por toda la geografía. Y cada vez que un circo recalaba en la ciudad, Javier se presentaba para que un profesional valorara sus ejercicios. Aquellas demostraciones constituían un peligro, no porque sufriera un traspiés y se lastimara, sino por las ofertas que le proponían. La más tentadora fue la de los hermanos González, propietarios del Circo Mundial. En cuanto brincó al firme, uno de ellos se acercó a Javier y le ofreció enrolarse en su caravana. Diseñarían un número especial en el que actuaría junto a la principal estrella: Torrebruno. Le tendió un cheque en blanco. Levanté la vista cuando escuché ese punto. <<Me dijo que no me pasara, que existía un límite que ahora no recuerdo>>. Javier no escribió ninguna cifra, ni lo pensó. Como en otras ocasiones, respondió que su lugar se encontraba en Alfajarín con su familia y no deseaba para ellos una vida nómada.
La tarde en que entrevisté a Javier transcurrió de manera intensa y fugaz como si el tiempo fuera un café expreso que me hubiera bebido de trago. Es precisamente el tiempo el que encierra el último secreto de este hombre extraordinario.
Javier manifiesta una energía en lo que realiza que cautiva, ya sea en sus equilibrios o en la forma de hablar. Me fijé en la piel de su rostro, tersa y brillante, que contradice a su edad. <<¿Cómo haces para mantenerte joven?, ¿para transmitir esta alegría?>>, le pregunté. Javier trazó en derredor una semicircunferencia con su mano. <<Todos los domingos entreno en el garaje, aquí nadie me molesta, soy feliz en mi mundo, me imagino que estoy en el circo>>. A veces me sorprende lo obtuso que puedo llegar a ser. Interpreté sus palabras meramente como una reivindicación del ejercicio de una afición en soledad. Por suerte, cuando había alcanzado la calle y me marchaba, escuché un redoble de tambor que me hizo comprender lo que realmente Javier quería decirme.
Me giré y a través de la puerta entornada observé lo mismo que Javier veía en esos momentos. Las paredes de la cochera se convierten en lonas cortadas por franjas de colores; el techo, en toldos picudos; el tractor y la cisterna de gasoil, en dos elefantes sentados sobre sus patas; las bicicletas en leones y las sillas en un patio de butacas abarrotado. Un haz de luz circular enfoca a Javier mientras realiza el doble equilibrio sobre la cuerda floja. El público cesa de masticar palomitas o algodón dulce y lo contempla con la respiración agitada. Entre bambalinas le observan los hermanos Tonetti, Paco Martínez Soria, un ilusionista, un faquir y Miguel de la Quadra-Salcedo que levanta el pulgar para señalarle que lo está haciendo de maravilla.
Javier posee la suerte de transitar en un espacio etéreo, de desafiar la gravedad como un ave. Pero lo fascinante es que, además, cuando camina sobre la cuerda se traslada en el tiempo y puede volver al establo, al campo donde pacen las vacas, a la gala en la que triunfó. Esos viajes son su verdadera fortuna, el secreto de su vitalidad. Javier salta al suelo y, mientras inclina la espalda para saludar, distingue en la penumbra que flota en la primera fila a un niño de nueve años cuyo padre lo ha llevado al Circo Price. La ilusión desborda al niño y ya no le asusta el tiempo hostil en el que vive puesto que confía en la pasión que ha empezado a arder en él.
¡Bravo!, ¡Bravo, Javier!
La fotografía del circo de la portada es de Luis Beltrán.
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