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Peces voladores y otras especies viajeras

Hubo un tiempo en que los recién casados viajaban a Palma de Mallorca. Un gran número de los empalagosos reportajes de aquellos tenían de telón de fondo la catedral y las playas de la isla. Los usos y costumbres de los novios han cambiado, ahora prefieren destinos exóticos. ¿Quién coge un avión a Mallorca hoy?

Hay nueve taxis en la entrada del aeropuerto de Zaragoza. Un taxista gordo duerme sobre el asiento reclinado y con el motor en marcha, supongo que es para que el aire acondicionado funcione. Hoy es un día de verano con 36 grados. El cartelito indica que está libre. Pienso que debería haber bajado el de “No molestar”. Otro taxista camina chupando un helado de hielo, lleva una riñonera y llama, como si fuera un pastor, a unos compañeros que están sentados a la sombra.

El único vuelo programado para esta tarde es el de Mallorca, de manera que la hilera de mostradores de facturación están cerrados, salvo los dos de Air Europa. La fila es corta y está compuesta por jubilados, parejas de treintañeros y familias con niños. Apostaría a que nadie se acaba de dar el “sí quiero”. Llegan con maletas rígidas de ruedas y colores chillones. Visten ropa ligera, pantalones cortos y muchos llevan las gafas como diadema. Ellas calzan sandalias y ellos deportivas. Algunas cubren el cabello con sombreros de paja, aunque seguramente sean réplicas de papel y fibra sintética. Es curioso que cada miembro de la familia porte su propio equipaje, incluso los pequeños conducen maletas, copias a escala reducida de las de sus padres. En mi época, mi familia solo viajaba con un maletón de cuero, sin ruedas, que dejaba tenso el bíceps derecho de mi padre. Pero ¿qué hago observándolos? He venido en busca de los peces voladores.

Históricamente, Zaragoza ha tenido una relación singular con el agua. Los romanos establecieron un puerto fluvial en el Ebro en el que se atracaba con salazones y ánforas con vino y aceite. Hoy se conservan unos cuántos sillares que han bastado para crear un museo. El departamento de Arqueología de la Universidad ha realizado bastantes campañas en el Mediterráneo. Cuando yo estudiaba, se ofertaban cursos de arqueología subacuática en piscinas que te preparaban, al menos, para el buceo. Juan Alberto Belloch, el anterior alcalde, estudió en París. Quién sabe si se creyó que el Ebro es el Sena, pero se empeñó en que hubiera barquitos navegándolo durante la Exposición Internacional del 2008. Aquello duro un par de años hasta que el sentido común imperó.  Zaragoza es uno de los principales puertos secos del país, o lo que es lo mismo, una plataforma logística que recibe productos procedentes del mar. Toneladas de salmón noruego, merluza de Namibia, Sudáfrica y Chile, bacalao ruso, dorada griega y navajas holandesas (se entiende que no son las de Albacete), aterrizan aquí. Luego pasan a hangares con acceso a túneles ferroviarios, de apenas medio kilómetro, que conectan con Caladero, la empresa que “produce y distribuye pescado fresco envasado en atmósfera protectora” (sic).

 

De un extremo a otro de la nueva terminal del aeropuerto hay stands. Todos están cerrados a cal y canto. Los únicos que permanecen abiertos son el de información y la oficina de turismo. Antes de que los pasajeros embarquen, me da tiempo de curiosear los otros establecimientos con la persiana levantada. Frutos secos El Rincón es una franquicia especializada en repostería y, por supuesto, cacahuetes, pipas, anarcardos y un sinfín de golosinas. Es posible que esta sucursal sea la más extraña de las que dispone, ya que ofrece a los clientes, que están a punto de despegar, productos destinados a sus demandas: pulseras, tiritas, planos de las ciudades destino de los vuelos, toallitas húmedas, pilas, conectores USB, revistas, naipes infantiles, libros, adaptadores, tarjetas de memoria, tazas con la Pilarica, bolsos, pañuelos e imanes en los que se lee “I love Zaragoza”. En el escaparate hay balones serigrafiados con el escudo del Real Madrid o del F.C. Barcelona. Es preciso buscar en los mostradores interiores para hallar bolígrafos del Real Zaragoza.

Todavía se acercan personas a los mostradores de facturación. Llama la atención una mujer de mediana edad con vestido ibicenco, sombrero y botas con flecos y la puntera al descubierto. Deja a su pareja, un hombre que aparenta ser más joven, con los trámites, y se acerca a un Mercedes plateado de exposición. Lleva el bolso en el antebrazo, algo que siempre me ha resultado fascinante. Se sabe bella. La megafonía advierte de que se deben vigilar las pertenencias. Estamos cuatro gatos y pienso que yo puedo ser el único digno de desconfianza. Al mirar el altavoz, descubro, en la planta superior, el anuncio de una heladería con panorámica a las pistas. Está cerrada, así que hago caso omiso a los carteles que reservan las mesas a los clientes. El mobiliario y los ornamentos son de colores vivos que recuerdan a las frutas. Estudio la carta de batidos. Todos los nombres están en inglés: Coolness, Well-being, Vitaly, Healthy, Purify o Recovery. Me maldigo: si hubiera estado abierta me habría bebido uno y seguro que me convertía en otro más sano y vigoroso. Un niño mira la pista a la espera de que el avión en el que vuela su familia aterrice. Me retrotrae a cuando yo iba con mis padres al aeropuerto algún fin de semana en una suerte de excursión. Está a poco más de diez kilómetros de Utebo, pero a mí me parecía una distancia abismal. Había que subir una escalinata para entrar en la terminal antigua, en cuyo vestíbulo destacaba un mural altísimo en el que convivían dioses mitológicos y aeroplanos. No sé por qué razón aquella pintura me sobrecogía. Después íbamos a la cafetería, que siempre permanecía abierta aunque no hubiera vuelos y yo, mientras bebía un batido no natural y comía patatas fritas, contemplaba los aviones aparcados con la esperanza de que alguno se moviese. El niño es más afortunado. Yo oteo los montes de La Muela al oeste y busco en los hangares alguna boca de túnel por donde los peces voladores se adentren.

Hoy, un día sofocante, la terminal antigua está clausurada. Han colocado cristales opacos y no se puede distinguir el mural. El nuevo edificio solo alberga una pequeña escultura de Ángel Orensanz sobre una peana. También se exponen las fotografías seleccionadas en un concurso de Aena. Alguien se acerca a ellas, más por pasear que por deleitarse. Son bastante vulgares.

Una policía nacional, un guardia civil con guantes de látex y un guardia de seguridad privada conversan animadamente antes de proceder al embarque de los pasajeros. Estos lo hacen en silencio, de manera ordenada. Los últimos son un hombre y una joven que se despiden de sus respectivas parejas: el amor demanda hasta el último instante. El hombre se separa desapercibido, pero la chica se funde en abrazos y besa a su novio como si fuese la última vez que lo fuera a ver. Mientras deposita sus objetos metálicos en la bandeja, le dice, sin pronunciar sonido, “guapo, guapo”. Él ha debido leer sus labios también. La chica desaparece y él consulta el móvil.

Un hombre con un zapato ortopédico camina con dificultad hacia la puerta de llegadas. Tras unos minutos, sigo sus pasos. Son en total doscientos treinta. Lo hago empleando mucho menos tiempo y acordándome de los que aparcan en las plazas reservadas a discapacitados, y de que, quizás, bajo mis pies, los peces voladores están nadando en las entrañas de la tierra rumbo a Caladero.

La empresa se sitúa muy cerca del aeropuerto. Se divide en oficinas, planta de envasado y una depuradora. Una barrera impide el acceso al aparcamiento medio vacío. No veo ningún bedel en la garita, solo a un camión en los puertos de carga. El conductor habla al teléfono bajo el sol. El olor no delata que allí se trabaje con pescado y eso me intriga. Estoy por preguntar cómo lo hacen, cuando yo tiro unas cuantas cáscaras de gamba a la basura y me atufan la cocina. Andrea, una amiga que se empleó allí en el pasado, me dice que era un trabajo duro, en que se pasaba frío y que era muy difícil desprenderse de la peste. Veo fotos en las que los operarios aparecen con gafas de protección, enfundados en monos con capucha y delantales blancos. Es como si estuviesen en una central nuclear.

 

Los que se encaminan al avión lo hacen porque otros previamente se han bajado. Voy a las puertas de llegada. No son muchos los que aguardan y, entre ellos, la mayoría se agolpa en las vallas de separación. Los elementos configuran el espectáculo: la barrera tiene reposabrazos para que la gente espere la aparición de los que desean encontrar y esto solo ocurre en conciertos, mítines y acontecimientos deportivos; una pizarra electrónica señala que el vuelo ha aterrizado, que falta poco para que vean a los viajeros, pero a la vez no detalla cuánto falta (una mujer no puede contener la tensión y telefonea para confirmar que el otro está  presto a recoger las maletas); las puertas son opacas, evitando a los espectadores observar al otro lado del telón donde los turistas están a punto de salir. Y para los que llegan ocurre algo similar: no pueden ver el vestíbulo; cuando se abre el paso buscan aturdidos, en un cambio de luz, una cara conocida; se acercan a la valla si encuentran a los suyos en las primeras líneas y, emocionados, los besan cuando lo podrían hacer sin obstáculos si avanzaran unos metros.

Entre los que llegan me sorprende un joven perdonavidas que mira a los presentes con superioridad y se marcha solo a la calle. El resto exhibe bronceado y sonrisas. En los que aguardan se aprecia alivio: se quiera o no, viajar por el aire sigue asociado a cierto riesgo. La primera persona que sale lo hace con una ensaimada en la mano, pero es un espejismo, únicamente el cuarenta por ciento aparece con el producto de regalo. Los usos y costumbres han cambiado no solo en el embarque (los recién casados no viajan a Mallorca), sino también en las llegadas. He de reconocer que me defrauda algo.

Antes de irme tengo que ir al baño. Un panel informa de que se puede puntuar la limpieza a través de una aplicación móvil. Al principio, creo que es una muestra de atención al usuario, pero al comprobar que los servicios están limpísimos, pienso que es una medida de presión hacia las limpiadoras. No hay nadie en ellos. Los urinarios están demasiado altos para alguien de mi estatura y los retretes, inmaculados. Me enjabono las manos. El espejo es corrido, sin mácula. El ambiente está perfectamente iluminado y en silencio. Mientras froto las manos, recuerdo los baños del hotel de El resplandor, pero lo que podría ser una situación inquietante se convierte en chiste. Pulso el grifo del agua y no suelta chorro. Bien, estos son los que funcionan con sensor, me digo. Paso las manos en el espacio comprendido entre el grifo y la pila, y no ocurre nada. Insisto. Tranquilo, espera a que alguien entre, se lave y lo copias. Transcurre el tiempo y nadie acude en mi auxilio, el aeropuerto está vacío. Presa de la vergüenza y del agobio, el jabón se seca en mis manos, le pego un puñetazo al grifo: el agua cae.

Fuera queda un taxi a escasa distancia de la parada de autobús. En su interior está el taxista que chupaba el helado de hielo. Mira a los viajeros que están allí, y yo hago lo propio. Reconozco al joven perdonavidas refunfuñando. Dicen que al regresar al trabajo se desencadena un estrés postvacacional. Es mentira, la angustia empieza antes, cuando se emprende el viaje de retorno y hay que conducir cientos de kilómetros, esperar, para llegar a casa, el tren o el avión, o, peor aún, un autobús en una de las ciudades con peor canícula. Se trata de una guerra sicológica entre el taxista y el perdonavidas. Me voy, que hace mucho calor y sé quién va a ganar.

 

La foto de portada pertenece a la serie El Cabrón. La puedes ver aquí.