Lugares salvajes
Una de las últimas y grandes interpretaciones de Pepe Sancho fue en Crematorio. En la serie interpretaba a Bertomeu, un constructor que levantó un pequeño imperio gracias a sobornos, amenazas y negocios fraudulentos. Yo me creí a Pepe y al resto de actores, porque actuaban bien y porque el guión estaba sustentado en una sólida historia coral, en la que se conoce de forma paulatina el pasado, los intereses y secretos de los personajes. Es triste afirmarlo, pero esta serie fue atípica en el panorama televisivo nacional; y lo fue por su excelente calidad. En el tercer capítulo ya estaba preparado con la libreta y el lápiz para anotar: Rafael Chirbes; nombre que aparecía en los títulos de crédito para indicar que era el escritor de la novela homónima.
La semana pasada terminé de leer En la orilla, su última obra. La crisis ya ha estallado con virulencia en Misent y Olba —localidades de la costa valenciana inventadas por Chirbes y en las que sitúa sus tramas—. Esteban es un carpintero al que han embargado su negocio por asociarse con un promotor de viviendas y ser estafado por él. Es curioso, porque Esteban siempre se ha mantenido al margen de los acontecimientos de su tiempo, incluso del ajetreo cotidiano que lo rodea. Sin embargo, cuando decide formar parte de la dinámica predominante y arriesgar en una inversión, se ve abocado a las consecuencias de una mentira, del fracaso de otro: de su amigo albañil que se hizo constructor para aprovechar las oportunidades que se le presentaban.
Tras Crematorio, me esperaba un thriller o una novela negra. Sin embargo, En la orilla es una obra literaria introspectiva, en la que los personajes poseen más protagonismo que la trama, que fluye en un segundo plano. Chirbes no engaña al lector, no realiza giros insospechados en la narración, casi todo discurre como esperamos y la lectura sigue seduciéndonos. Fundamentalmente porque escribe con elegancia e inteligencia —de cada página se pueden extraer citas bellas y de honda reflexión— y los personajes transmiten verdad, sus arquetipos nos permiten reconocerlos desde el principio, pero luego adquieren un carácter único. Entonces, me acuerdo de Bertomeu y del escribano hortelano, y entiendo que tras ese personaje está la pluma de Chirbes: no me queda duda.
Chirbes tiene sesenta y cinco años y está en plena forma. No introduce novedades de estilo, a pesar de ello, su literatura es actual. Lo es porque está enmarcada en lo social, en los sentimientos que provoca la crisis que vivimos. Chirbes debe de sentarse en los taburetes de algún prostíbulo, en las mesas de los restaurantes de alta cocina, en cualquier lugar; y lo debe de hacer calladito, escuchando atentamente a las personas próximas, inadvertido, —porque hoy nadie reconoce a este escritor, aunque sea uno de los mejores—, para de este modo registrar la música de las voces, los pensamientos comunes y el heterodoxo.
Chirbes golpea sin piedad a todos: jóvenes, eruditos, ricos, viejos, perdedores, inmigrantes o trepas. En todos descubre la contradicción, la farsa, el modo en que han intervenido. Si bien, la crisis nos ha hecho manifestar nuestras cualidades más loables como la solidaridad o la demanda de justicia; el crecimiento económico despertó nuestros anhelos pervertidos y miserables. Para Chirbes estos no se han presentado de manera accidental y transitoria, él considera que forman parte de nuestro ser desde que el hombre lo es: así de crudo.
La novela comienza con el hallazgo de un cadáver en un marjal. Este es el escenario principal de la novela y da nombre al título. La orilla del carrizal es un lugar determinante en la biografía de los últimos vecinos de Olba; es un paisaje simbólico que influye en Esteban y en la comunidad en la que vive; es el corazón que nutre la obra.
La lectura me permite recuperar lugares, rostros y sensaciones. Una novela se gana mi favor si logra evocar. Puede que eso me distraiga, frene mi lectura, sin embargo, es el elemento que conecta con mi ser, que lo rescata, y me permite comprender casi con fidelidad y complicidad, a los personajes. Lo que describo es lo que me ha sucedido al leer En la orilla. El pantano de la novela me ha hecho pensar en mis años de infancia y adolescencia cuando frecuentaba “La charca del Butano”.
El 25 de junio de 1976 explotó la planta de llenado que la empresa Butano ubicó en Utebo. En el siniestro murieron más de una decena de personas y hubo una treintena de heridos. Las instalaciones quedaron arrasadas y la actividad cancelada. Testigos mudos de aquella tragedia fueron los dos grandes depósitos de gas abandonados y, bajo estos, una gran cuba de agua. Los muchachos y vecinos pronto la llamamos la charca del Butano, una vez abierto el paso en el muro de ladrillo para aventurarnos en aquella propiedad. Desconozco si este estanque fue una construcción artificial, aunque todo parece indicar que se trató de una balsa natural reutilizada para usos industriales.
Si los habitantes de Olba obtenían pesca y cazaban las aves que anidaban en el marjal, la charca de la que hablo también se convirtió en una modesta fuente de alimento. Algunos aficionados a la pesca liberaron carpas, luciopercas, cangrejos y otras especies que se reprodujeron con facilidad. La charca se llenaba cada tarde de chavales con cañas y aparejos. La vegetación brotó en todos los rincones de la antigua factoría, reventando los suelos y cubriendo las paredes de las maltrechas edificaciones. Crecieron zarzales, de los que recolectábamos moras, y albaricoqueros. Algunos hombres entraban al Butano los días de lluvia para buscar caracoles. Sin embargo, de aquel espacio se apoderaron los niños y los jóvenes.
A ninguna de nuestras madres les gustaba que jugásemos en aquel lugar alejado de su vigilancia, decían que era peligroso porque estaba en ruinas y se había convertido en una escombrera —igual que el marjal de la novela—. No obstante, la razón principal por la que deseaban que lo evitáramos era porque lo compartíamos con los muchachos mayores. Si el Butano y su charca eran para los niños una zona de juegos donde se disputaban partidos de fútbol, se levantaban chabolas o se guerreaba a pedradas; para los jóvenes fue, ante todo, un lugar de esparcimiento al margen de las leyes de la comunidad, un espacio clandestino, de exploración de sí mismos.
Los muchachos se sentaban en el pretil que acotaba la charca y allí bebían y fumaban. Lo pequeños lo sabíamos puesto que, con el sol de la mañana, descubríamos los cascos rotos de las botellas de licor y las chastas de los porros pisoteadas. Algunas tardes, tras salir del colegio, seguíamos a los mayores al Butano y los veíamos adentrarse en el sotobosque donde ocultaban, tras un madero o una piedra, paquetes de tabaco, petacas de güisqui o revistas. Los chicos y las chicas follaban entre los matorrales: descubrimos pequeños calveros con hierba aplastada o cartones que simulaban un mullido lecho y, no muy lejos, había preservativos usados que, al principio, confundimos con gusanos gigantes. Con el paso de los años, los sustituimos en aquellas actividades. Lo que no hicimos fue inyectarnos. Creo que se debió al pánico que nos provocaron las agujas. Cuando caminábamos por el Butano, en busca de no sé qué, no era extraño pisar una jeringuilla olvidada en el suelo o rozarlas con el abrigo, cuando estaban clavadas en un tronco. Los yonquis sabían que era un sitio compartido y, aún así, dejaban las jeringuillas en cualquier rincón o, en el peor de los casos, semiocultas, de manera que constituían un grave peligro. Ahora pienso que no las olvidaron de manera despreocupada o con la intención de dañarnos. Lo que pretendían al hundirlas en la corteza era señalizar el territorio, delimitar una zona de uso exclusivo, suscitar el terror entre los más chiquillos para que no nos acercáramos allí a espiarlos o a caer en su mala suerte, como si de un bosque maldito se tratase. Lo único que consiguieron fue que anduviéramos con los ojos bien abiertos y a dos pasos de los árboles.
En los años imprecisos en los que deseábamos abandonar la niñez pero todavía no estábamos preparados, básicamente cuando nos aburríamos, elaborábamos teorías erradas. Observábamos como el cierzo agitaba los plumeros en las copas de los juncos o un zapatero rompía con hondas la superficie espejada del agua, entonces, alguien sostenía que el cadáver de algún drogata tenía que estar sumergido allí con un yunque atado al tobillo tras un ajuste de cuentas. Alguien le replicaba que el asesino habría estudiado el escenario antes de actuar, llegando a la conclusión de que el fiambre acabaría emergiendo y por eso, era mejor opción deshacerse del cuerpo arrojándolo al interior de las antiguas cisternas de gas. Ese era el momento en que intervenía el tercer miembro del grupo y preguntaba cómo demonios alguien podría subir hasta la boca del depósito un cuerpo sin vida con el único apoyo de pies y manos sobre una escalera desvencijada. Aquella pregunta, como el resto que nos hacíamos sobre la vida, se quedó sin respuesta.
Aunque lo que acabo de afirmar no es exacto. Ya habíamos abandonado la charca como lugar de encuentro o de escondite o de maquinaciones, cuando el plan general de ordenación urbana troceó el Butano en terrenos urbanísticos y un parque. Junto a la charca se empezó la edificación de un hotel y, durante meses, se drenó el subsuelo para evitar las filtraciones en los futuros garajes. La charca se quedó en un charquito, en cuyo fondo solo había barro, cañas, basura y peces boqueando: los yonquis habían muerto atrapados en otros lodos. Hoy es un estanque forrado con grandes sillares, una barandilla para prevenir las caídas y hasta hubo una temporada en la que colocaron una casita de madera flotante para los patos. Quizás percibo el espacio con nostalgia, pero sé que por mucho que lo hayan transformado, cuando leo En la orilla o veo en un episodio de True Detective las marismas de Luisiana, puedo recordar que la charca del Butano fue también un lugar salvaje.