Blog

Los días que mi padre trabajó a las órdenes de Stanley Kubrick

 

El baile de los cuerpos celestes

Ignacio García Pardo es mi padre. Nunca ha comido palomitas en mi presencia, tampoco la tarde en que vimos juntos Espartaco, película en la que participó. La familia siempre ha bromeado con que es una invención. Mi padre no puede demostrar que su figura es uno de los puntitos que conformaron las tropas romanas. Es imposible identificarlo en esa mancha de color que se mueve en la pantalla, pero estuvo en Colmenar Viejo, Madrid, ese noviembre de 1959 en que se filmó.

Antes de esa tarde, había leído Yo soy Espartaco, la edición española del diario de rodaje escrito por Kirk Douglas. El libro es revelador en relación al proceso creativo y a los aspectos sociales y políticos de la década de los cincuenta. En él se explican los obstáculos superados en la realización de la película y las casualidades que permitieron constituir su equipo humano.

Me imaginé a Douglas, Howard Fast, Dalton Trumbo, Stanley Kubrick, Ignacio y al resto de extras como si hubieran sido cuerpos celestes que danzaban alejados en la inmensidad del espacio, pero que, en un momento dado, confluyeron.

Esperé a la escena en que Douglas dice: «Yo no sé nada, nada, (…) Quiero saber (…) Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento». Paré la cinta, mi padre me miró. Le pregunté si quería conocer qué había sucedido para que él grabara Espartaco. Le presté el libro, allí encontraría algunas respuestas. «Aunque falta tu parte, el camino que recorriste para estar tan cerca de Kubrick», le dije.

 

El Big Bang o McCarthy enciende la música

En 1950 el senador republicano McCarthy presidía el Comité de Actividades Anti-estadounidenses con el objetivo de perseguir a comunistas, especialmente entre los cineastas.

En ese año, el escritor Howard Fast fue condenado a prisión por desacato. Se negó a proporcionar los nombres de los colaboradores de una organización que atendió a exiliados españoles en Toulouse. Durante los tres meses que estuvo preso, bosquejó el argumento de su nuevo libro: la revuelta de los esclavos en la Roma del siglo I a.C.

El guionista Dalton Trumbo también acabó en la cárcel, después de que el Tribunal Supremo rechazara su recurso y el de otros compañeros de profesión, llamados Los diez de Hollywood, por no testificar ante el Comité.

Los principales empresarios del cine habían manifestado que no contratarían a los condenados o a los que no se hubieran retractado de su pertenencia o colaboración con el Partido Comunista. El castigo a Fast, Trumbo y otras víctimas del macartismo continuó recobrada su libertad al ser incluidos en las listas negras de Hollywood. El primero terminó de escribir Espartaco en 1951, pero ninguna editorial se atrevió a publicarlo, de modo que lo imprimió él mismo. Trumbo se trasladó a México y subsistió gracias a los artículos que publicaba en revistas femeninas bajo un seudónimo, uno de los doce que utilizó para los guiones que escribía en la sombra.

Douglas era un actor joven, recién llegado. Nunca fue llamado a declarar. Protagonizó películas cada vez más importantes, y en 1949, con treinta y tres años, fue nominado para el Oscar a Mejor Actor. Mientras, Kubrick realizaba reportajes fotográficos para Look. A los veinte y tres años filmó Day of the Fight, un cortometraje documental.

Ignacio se encontraba a más de nueve mil kilómetros de distancia de las playas de Los Ángeles. Vivía en Garciaz, un pueblo de Cáceres enclavado en cerros y sierras, sobre una tierra a la que era difícil arrancar cosechas, en la que solo prosperaban robles y alcornoques. Después de la Guerra Civil, el hambre y la falta de medicamentos provocaron la muerte a varios niños. Hermenegildo y María, los padres de Ignacio, inmunes al desaliento, se emplearon con pasión en la cama: en una década alumbraron siete hijos, fruto de una fertilidad asombrosa.

La infancia fue una etapa corta: la supervivencia primaba sobre el juego y la educación. Ignacio, segundo de los hermanos, abandonó la escuela con ocho años para pastorear tres ovejas. Acompañaba a un porquero a unas fincas próximas a Garciaz. A veces se topaban con un Guardia Civil que patrullaba a pie la única carretera —un camino mal pavimentado con piedra machacada—. El cabo aducía para multarlos que el rebaño y la piara transitaban por la cuneta o pacían en propiedades ajenas. En 1949 vendieron las ovejas. «Antes de que el cabo se las coma», dijo María.

En los dos años siguientes, Ignacio trabajó de zagal. Se mudó a la finca donde se guardaban las ovejas y cabras, junto al pastor titular y a su familia. La vivienda era un chozo, una cabaña circular de paja como la del cuento de Los tres cerditos. No había habitaciones, ni baño, pero no pasaban frío porque un hogar estaba encendido permanentemente. Les rondaban los lobos y no de los que soplan. El patrón pagaba a sus padres diez pesetas mensuales. Además de la manutención, Ignacio recibía una peseta de propina que gastaba los domingos, el único día que regresaba a casa.

 

Kirk Douglas en una imagen promocional.

 

Movimientos de rotación y traslación o Kirk Douglas cursa las invitaciones

El primer empleo de Ignacio relacionado con la industria lo obtuvo en 1953, el mismo año en que Kubrick fracasaba con su primera película Fear and Dessire. Fue de peón en la colocación del tendido telefónico entre su pueblo y Conquista, y consistía en cavar los agujeros donde se enterraban los postes. Duró una semana y luego retomó las faenas habituales en el campo, más duras y peor pagadas.

A pesar de la decepción inicial, Kubrick logró financiación para sus obras siguientes. Muchos quedaron encantados con The Killing, entre ellos Douglas, que había creado Bryna, su propia productora. El director, sabedor de que Douglas buscaba proyectos, le presentó el guion de Senderos de gloria: la rodaron juntos en 1957. En esa fecha ocurrieron acontecimientos decisivos. Trumbo ganó su segundo Oscar al Mejor Guion con El bravo. Como en Vacaciones en Roma, lo firmó con seudónimo y no asistió a la gala, pero todos sabían que él era el autor. Al igual que otros cincuenta mil lectores, Douglas leyó la novela de Fast y compró los derechos de Espartaco.

Ignacio no había visto todavía películas americanas. En el pueblo solo se proyectaban cintas nacionales en las que actuaban folclóricas. En su juventud jamás leyó un libro ni tampoco viajó. Sus salidas se limitaban al entorno para disfrutar de fiestas patronales, acompañar a otros en la venta de ganado o para moler grano clandestinamente en la fábrica de harina de Herguijuela.

Ignacio ansiaba aventuras y en 1956 se planteó emigrar. Su amigo Saturnino se quedó en Madrid tras finalizar el servicio militar. En una de las visitas, le convenció para trasladarse: le prestaría dinero para pagar a la patrona hasta que encontrara trabajo. Sin embargo, los padres de Ignacio querían mantener unida a la familia y se opusieron.

En primavera los frutales florecen y el alguacil avisa a los quintos de la obligación de acudir al consistorio para el reclutamiento. Ignacio estaba ilusionado: el servicio militar significaba escapar del tedio, conocer mundo. A pesar de la deficiente alimentación que sufrió esa generación, eran pocos los que incumplían los mínimos de peso y altura. «Si no alcanzabas el metro cuarenta y cinco, lo dejaban para el año siguiente, a la espera de que crecieras. Y si no, te metían de todos modos, nadie se libraba», dice Ignacio.

 

Ignacio en el centro

 

Eclipses o Hace falta más ponche

Cuántas noches pasaría en vela Douglas por el guion. Una de las cláusulas contractuales con Fast era que él se encargaría de adaptar la novela, algo que la industria aceptó a regañadientes después de que se desvinculara públicamente del comunismo. El borrador no gustó a Douglas. A espaldas del escritor, contactó con Trumbo, que aparte de ser el mejor guionista del momento, era el más rápido. Trumbo seguía incluido en las listas negras, así que mantuvo en nómina a Fast para evitar el veto de los estudios.

El siguiente paso fue buscar a un director. Algunos candidatos declinaron, y otros trabajaban en ese periodo, como Kubrick que estaba inmerso en la preproducción de El rostro impenetrable. Anthony Mann fue el elegido. Era un técnico respetado porque se ajustaba al presupuesto y al calendario, pero sin el talento de un artista.

Ignacio fue destinado a Aranjuez, una localidad madrileña. Su equipaje era una maleta de cartón que contenía tres prendas y ropa interior. «Sí, de cartón grueso, pero que se podía deshacer si llovía», dice Ignacio. La primera vez que viajó en tren fue de noche: ni vio el paisaje ni durmió en los incómodos compartimentos de madera.

A la llegada al cuartel, unos soldados los miraron de arriba abajo y, calculando a ojo la talla, les lanzaron la ropa. Después los raparon y los llevaron a la duchas —unos pasillos estrechos, recorridos en su parte superior por tuberías con agujeros por donde salía agua de temperatura imprevisible—. Preguntaron a Ignacio cuál era su oficio. Contestó que peluquero. Aunque no dominaba las tijeras, había visto mil veces a su padre cortar el pelo y afeitar en el zaguán de casa, como ingreso extra al jornal agrario. «Vaya chollo te has buscado», le decían los que habían sido asignados a la granja, al taller o a la cocina.

La mayoría del reemplazo rechazó la carrera militar. La falta de higiene era patente: no les proporcionaban jabón, de manera que era lógico que se resistieran a la ducha para no terminar abrasados, congelados e igual de sucios; disponían de una sola ropa de recambio y padecían chinches y piojos. La alimentación era pésima: la dieta se basaba en legumbres y patatas con mucho caldo para que saciara. Sufrían un sistema violento, en el que los mandos infligían castigos físicos y arbitrarios. «En dieciséis meses de mili era imposible salvarte de una buena hostia o un varazo», dice Ignacio.

El rodaje comenzó en enero de 1959. A la tercera semana, el presupuesto se había disparado y el retraso era preocupante. Anthony Mann se vio sobrepasado por los actores y los detalles que exige una superproducción. Douglas lo despidió sin saber quién le sustituiría. Por fortuna, Kubrick había quedado libre. Marlon Brando, el productor para el que trabajaba, prescindió de él. Era difícil predecir cómo iba a desempeñarse, pero, según Douglas «Había dos cosas de Stanley que sí sabía. En primer lugar, pese a que solo contara treinta años, tenía el talento para intervenir y hacerse cargo de una película de esta envergadura. En segundo lugar, su confianza en sí mismo solía rozar la arrogancia, una cualidad que podía ser una ventaja o un obstáculo a la hora de tratar con actores muy prestigiosos pero, a veces, difíciles de refrenar como Oliver, Laughton o Ustinov». Douglas no se equivocó.

Kubrick se enemistó con el director de fotografía, presionó para sustituir a Sabina Bethman, la actriz principal —aunque el cambio por Jean Simons fue considerado un acierto por todos—, y chocó con Douglas, nervioso ante un perfeccionismo que demoraba los plazos. Por si hubiera pocos incidentes, Trumbo amenazó con abandonar el guion, no toleraba que Kubrick y los intérpretes introdujeran cambios. Rectificó cuando Douglas le prometió que pondría orden y le incluiría con su verdadero nombre en los títulos de crédito —pensaba que Universal no se podría negar una vez montada la película, puesto que incluso el nuevo presidente del país, Harry Truman, había criticado las listas negras—. Aunque la historia cambia según el narrador, y otros sostienen que no fue Douglas el que propuso a Trumbo revelar su autoría, sino este a cambio de una rebaja de honorarios.

En la proyección privada del primer montaje todos quedaron disconformes. Kubrick intuía que a la película le faltaban escenas bélicas. Era esencial que el público contemplara las batallas, sintiese lo cerca que estuvieron los esclavos de vencer. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a aumentar los costes. Ordenaron a los montadores y al director realizar otro intento. Observaron mejoras, pero comprendieron que Kubrick tenía razón. Universal aprobó una ampliación de medio millón de dólares para dieciocho días de rodaje más. En noviembre de 1959 el equipo aterrizó en Madrid.

 

Kubrick durante el rodaje.

 

Lluvia de asteroides o Los soldados españoles también bailan

España fue escenario de películas desde los años cincuenta gracias al número de horas de sol, salarios baratos e inexistencia de sindicatos. Los encargados de exteriores valoraban de Colmenar Viejo su cercanía a la capital, al aeropuerto y a los hoteles; los páramos que permitían girar la cámara sin temor a filmar huellas de civilización y las lomas que, con la perspectiva adecuada, parecían cordilleras. Alejandro Magno, El Cid, El bueno, el feo y el malo son algunos de los títulos grabados aquí.

Ignoramos si el ministro de Defensa recibió al equipo con una sonrisa, pero sí sabemos con seguridad que se presentó con la orden de cancelar el proyecto. Tras duras negociaciones, Douglas aceptó pagar en efectivo una donación a la organización benéfica de Carmen Polo, la esposa del dictador Franco.

En el cuartel de Aranjuez, un brigada seleccionó a unos setenta soldados entre los que se encontraba Ignacio. Él cree que fue escogido porque era prescindible. «Había otro compañero en la peluquería y la faena era poca… Lo único que nos dijeron es que íbamos a hacer una película de romanos». Ese mismo día partieron a unos barracones militares situados en Colmenar, donde se reunieron con quinientos soldados procedentes de otros cuarteles. Douglas escribe que contrató a ocho mil quinientos para representar a legionarios y siervos, pero Ignacio duda de que fueran tantos, al menos, los días que él estuvo, que fueron diez, y remarca que el papel de esclavos fue encarnado por los civiles del pueblo.

Después de un copioso desayuno caminaban en formación hasta un pabellón cercano al lugar de rodaje. Allí les proporcionaban gálea, túnica —que se colocaban encima del uniforme militar español—, espada y lanza de madera. Calzaban sus propias botas porque iban a ser filmados desde tanta distancia que las cáligas hubiesen sido invisibles. Esa lejanía fue una pequeña decepción para los extras: avistaban las cámaras sobre unas torretas, allá estaban los actores profesionales y acullá Douglas sobre un alazán. Ignacio solo lo vio una vez, «era un tiarrón, todo músculo». Kubrick, desde el alto de la loma, divisaba con un visor el campo de operaciones. Junto a los generales españoles que le rodeaban, parecía uno más sentado en la silla plegable. Alguien traducía sus órdenes a través de unos altavoces. Eran dos: avanzar despacio y detenerse. Los soldados bromeaban entre tomas, se partían en la cabeza las lanzas de aglomerado.

Uno de los momentos que impresionó a Ignacio fue la recreación del ataque de los esclavos. Los especialistas, disfrazados con harapos, corrían ladera abajo empujando unos cilindros en llamas con unas argollas. Rodaban hasta detenerse en unas estacas de hierro clavadas, solo a unos metros de los españoles. En sus memorias, Douglas coincide en que las escenas de la batalla fueron espectaculares: «Nadie antes había situado una cámara a una distancia tan fabulosa de la acción (…) creo que este fue el momento en que Kubrick despuntó como gran director».

A los figurantes les servían una comida excelente y a partir de la una de la tarde descansaban. Todos regresaron con pena a sus regimientos. Aunque la película todavía les deparó una sorpresa: les pagaron mil seiscientas pesetas por su actuación. Ignacio estaba eufórico, era la primera vez que iba a disfrutar tanto dinero, ya que no tendría que entregarlo a sus padres. Además suponía una fortuna en comparación a las cinco pesetas mensuales que recibían de asignación militar. Destinó la paga a meriendas y a regalos para sus hermanos y hermanas pequeñas.

 

Ignacio es el segundo, empezando por la izquierda en la fila del medio.

 

Que nadie encienda las luces

Universal censuró escenas violentas, de contenido político o connotación sexual, que fueron recuperadas en una versión ampliada en 1993. Los últimos defensores de las listas negras presionaron para que Trumbo desapareciera de los créditos. Douglas no se amilanó. Espartaco ganó el Globo de Oro a la Mejor Película y cuatro Oscars, pero su mayor éxito fue asestar el golpe de gracia al macartismo. Aunque Kubrick renegara del film porque no había controlado completamente su proceso, sin duda le catapultó.

Mi padre tardó años en verlo. Tenía mucha curiosidad y se sorprendió con los efectos especiales. «En realidad, los troncos con fuego se pararon a unos metros de nosotros, pero en la película saltan por encima».

El libro de Douglas le gustó puesto que le informó de aspectos desconocidos. Sin embargo, también desmintió parte de sus recuerdos. Douglas aclara que él nunca estuvo en Colmenar. Mi padre admiró a un doble. También especifica que pagó al ejército ocho dólares diarios por cada soldado. En 1959 se cambiaba a sesenta pesetas, es decir que abonó cuatrocientas ochenta pesetas diarias por figurante. Siendo así, mi padre tendría que haber cobrado cuatro mil ochocientas pesetas y recibió únicamente mil seiscientas. Es imposible describir su cara al comprender que le habían robado. Solo decir que se acordó afectuosamente de Carmen Polo.

Estoy orgulloso de mi padre por muchos motivos. Uno es esta historia, a pesar de que fue una carambola en la que actuó de manera anecdótica. Quizá Stanley Kubrick vio un soldado anónimo, bajo de por sí y empequeñecido por la distancia, dentro de la legión romana. Ignacio no gritó «Yo soy Espartaco», pero puede presumir de que, durante un instante, un genio lo observó.

 

 

 

1 Responses

  1. Me gusta mucho tu último relato, me encantan los subtítulos y la forma en la que entrelazas la historia de tu padre, tan nuestra, con la de la superproducción .

    Elena

Los comentarios están cerrados.