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Las posibilidades del Kamasutra

Salomé cerró la puerta de su casa y sintió cierta preocupación al abandonarla con un desconocido dentro. Sabía que no volvería en una temporada y que jamás iba a conocer lo que ocurriera allí en ese tiempo. Con esa certeza, observé su biblioteca.

Cuando alguien alquila su casa retira las pertenencias valiosas, aquello que necesitara en su nuevo domicilio, los objetos que poseen un significado sentimental. Desaparecen fotografías y las notas sujetas con un imán a la puerta de la nevera que recuerdan una cita médica o transmiten un mensaje de amor a la pareja. Se hace para que el inquilino no se sienta intruso en un espacio ajeno repleto de recuerdos, para que pueda colocar sus cosas con la esperanza de que colonicen cuanto antes las estancias, de que le hagan sentirse pronto en un hogar. También se realiza para que el inquilino no conozca demasiado del casero, para que no pueda conferir aspectos de su personalidad o su pasado a través huellas.

Espero que no te importe que haya dejado los libros. Ocupan espacio y son pesados para transportar, por eso no los incluí en la mudanza. Si te molestan, los puedes apartar o me llamas y me los llevo”, me dijo Salomé antes de marcharse. Para ella su biblioteca era deleznable. Quizás aquellas novelas no habrían actuado de apoyo en momentos difíciles o ninguna le trasladó una sensación o reflexión digna de llevar consigo a cualquier lugar. Quizás Salomé pensó que su biblioteca era un conjunto sin espíritu del que nadie podría extraer conclusiones.

Tras la creación de la imprenta y la difusión de las ideas a través del libro, en los primeros siglos de manera tímida y reducida a grupos acomodados, la Inquisición reparó en que la posesión de una obra herética era un indicio de apostasía y lo tomó como prueba para procesar y ajusticiar a miles de personas. Desde entonces, todos los regímenes totalitarios han seguido su ejemplo. Irrumpen en las casas de los sospechosos y se dirigen al salón o a la biblioteca para inspeccionarlos en busca de publicaciones que consideran sediciosas o arte degenerado, como lo denominaron los nazis. Ocurrió después en Alemania, en los países ocupados por los fascistas y en el bloque comunista. El episodio final se repetía: los libros eran quemados, bien por los perseguidos antes de que fueran atrapados, o bien por los censores, una vez levantada acta. Parece un fenómeno lejano en el tiempo, pero nunca ha desaparecido: en la actualidad el Estado Islámico prende piras de libros en las calles de Irak y Siria. Esas hogueras extienden el terror, son un rito, el aviso de que la situación es peligrosa.

En sus investigaciones, los detectives estudian las bibliotecas personales, aunque mucho menos en la vida real que en la ficción. Analizan los títulos y los autores que han influenciado al psicópata, que han impreso un mensaje en su mente confundida. Recorren con avidez las páginas buscando subrayados, marcas y notas enfermizas que anticipen el proceder del fugitivo. A la vez extraen conclusiones: si los ejemplares están dispuestos siguiendo una clasificación alfabética o cronológica deducen que el sujeto es sistemático; si este posee primeras ediciones, obras firmadas o atesora una temática específica piensan que se trata de un coleccionista, de un individuo obsesionado o al menos paciente y dedicado, con capacidad para acometer un objetivo.

Cualquier curioso puede adivinar datos sobre nosotros echando un vistazo a nuestros volúmenes. Sabrá si somos lectores habituales, si nuestra biblioteca es abundante y alberga novedades o si somos esporádicos y tratamos al libro como mero elemento decorativo: si solo encuentra en las estanterías una enciclopedia desfasada o una colección incompleta iniciada con la compra de un fascículo en septiembre. Puede llevarse a engaño si observa hegemonía de ensayos, novela romántica, fantástica o policíaca y nos juzga, respectivamente, inteligentes, sentimentales, escapistas o sedientos de justicia. Puede que yerre porque quizás no hayamos entendido nada o malinterpretado al filósofo o astrofísico, o a que la lectura de un género corresponda a otros motivos, alejados de la identificación con el estilo y las historias que se narran. En cualquier caso el visitante atento ha prefigurado parte de nuestros gustos e inquietudes a través de los libros que exponemos.

La biblioteca de Salomé se reducía a dos muebles bajos que contendrían unos cuarenta ejemplares. Predominaban las novelas de autores latinoamericanos consagrados en edición de bolsillo. Ni rastro de poesía, novelas de género, textos científicos o de pequeñas editoriales con propuestas atrevidas. Se presentaban de manera caótica, ni las obras de un mismo autor guardaban vecindad. Eso sí, todos estaban leídos, y vistos desde arriba, las páginas estaban separadas.

Me senté en el suelo y me detuve en dos que saqué de la estantería: La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y Kama sutra. Postergué la lectura de las aventuras de un arribista en la Barcelona de principios del siglo XX en favor de esa guía erótica de la que tanto había oído hablar, pero que nunca había consultado.

 

kamasutra

 

El índice contenía epígrafes tan interesantes como: “Análisis de los abrazos”, “Las variedades del beso”, “Distintas formas de arañar”, “Reglas para morder”, “Distintas maneras de acostarse: uniones extraordinarias” o “Uso de golpes: cómo recurrir a gemidos apropiados”. No me froté las manos, pero casi porque ese tratado me prometía muchas enseñanzas. Leí sin descanso, afanosamente, intentando concentrarme en el texto y no dejar volar la imaginación. Es teoría extendida que los hombres tienen querencia visual con el sexo. Y, de hecho, cierta intriga cobijaba ante las imágenes que iba a encontrarme. Temí bizquear ante la contemplación de cuerpos hermosos realizando esa tabla de ejercicios para acróbatas que es el tratado, aunque nada de eso sucedió. Observé dibujos primarios, de un cromatismo llamativo o lánguido, según los casos, y de una perspectiva tosca. En su época se consideraron obras de erotismo transgresor, sin embargo, en la actualidad y para un occidental como yo, las mujeres no eran voluptuosas, en su gesto no encontré sensualidad ni señal de placer y, además, mostraban patillas frondosas y bozos oscuros semejantes al mostacho de sus amantes. <<Qué pequeña decepción>>, pensé; no obstante, aún ignoraba el secreto que escondía el libro.

 

El epígrafe “Descripción del placer según las medidas, la duración y el temperamento” comenzaba del siguiente modo:

 

Los distintos tipos de amante masculino, en relación con el órgano sexual, son liebre, toro, caballo. La amante, por el contrario, puede ser cierva, yegua o mujer elefante. En este ámbito, cuando la relación tiene lugar a la par, se dan tres uniones iguales. En caso contrario, existen seis desiguales”.

 

Pensé que el Kama sutra era en ciertas partes una fábula inversa. En la que en lugar de existir animales humanizados, lo que campaba en el relato eran personas animalizadas y, al final, se trasmitía una moraleja. La denominación de las posturas reafirmaba mi intuición: el vuelo de la libélula, las ranas, el perrito…

Pasé la página y allí descubrí una hoja de gramaje liviano y reducidas dimensiones, de esas que conforman las agendas pequeñas. Pensé que había sido utilizada como marca páginas y, sin interés, me dispuse a apartarla. Vi que contenía unas anotaciones, alguien había confeccionado una tabla: en el encabezado, los meses de mayo y junio formaban dos columnas y en la izquierda los nombres de Yayo y Edgar introducían las filas. En letra redondeada y apretujada, en la casilla en que confluían Yayo y el mes de mayo estaba escrito: “Practicar con él”. En la columna de junio no se reflejaba nada para Yayo, sí para Edgar: “Entrarle hasta que caiga”. Han pasado muchos años desde que encontré esa hoja y quizás mi recuerdo sea inexacto y lo que estuviera escrito para Yayo fuese: “Entrenar las posturas con él”; y para Edgar: “Ligármelo hasta que acepte”. Cotejé la firma y alguna línea escrita en el contrato con el separador: era la letra de Salomé. Mi casera había planificado poner en práctica lo subrayado en el libro con Yayo para en junio conquistar a Edgar y demostrarle sus habilidades.

Cerré de golpe el Kama sutra. No era un ingenuo, ni pretendía juzgar la vida de cama de Salomé, pero aquel descubrimiento me causó desazón. Cómo podía haber sido tan maqueavélica: ¡había elaborado una tabla! Puede que Yayo hubiera sido informado de su condición transitoria y haberla aceptado gustoso, incluso que Edgar hubiera conocido sin celos que no era el primero en escuchar el zumbido de las alas de la libélula; en cualquier caso no terminaba de asimilar el esbozo de Salomé. Ella me dijo que dejaba los libros y que si me molestaban los colocara en otro sitio. Nunca dio su consentimiento para que los leyera. Aquello me pasaba por fisgón, de baja intensidad sí, aunque fisgón al fin y al cabo. Por suerte los sentimientos se disipan y mi culpabilidad desapareció antes de volver a ver a Salomé.

Trajo una televisión para sustituir la estropeada. Mientras la desembalaba, la observé con disimulo. Por sus medidas la clasifiqué como mujer yegua. Me vi tentado a preguntarle si Yayo y Edgar eran liebre, toro o caballo; con cuál de ellos la unión había sido armoniosa o si había quebrantado su programa y Yayo siguió existiendo más allá de mayo.

Cuando Salomé se despidió lo hizo con una sonrisa de conformidad. En esos quince días no había rayado su mesa de cristal, el polvo no se acumuló y no pinté las paredes de otro color. Quizás pensó, al cerrar la puerta, que su biblioteca tenía un buen custodio.