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La dama negra

 

Truman Capote presentó en 1966 A sangre fría en un teatro de Nueva York repleto de público. Famosos, políticos, intelectuales y lectores estaban expectantes ante la obra que inauguró un género literario: la novela de no ficción. A sangre fría aunó lo mejor del reportaje periodístico y la técnica narrativa para contar el asesinato de una familia de Kansas y la vida de los autores del crimen. El auditorio escuchó consternado pasajes del libro en la voz atiplada de Capote. Después hubo un silencio tenso, seguido de una ovación, flashes y parabienes. La joven Patricia leyó años más tarde la novela, admiró a Capote y se imaginó lo feliz que fue en aquel acto. En su ciudad, las citas literarias rara vez eran tan concurridas, pero pensó que en la presentación de Las madres negras de Patricia Esteban Erles quizás pudiera vivir algo semejante a lo que ocurrió en Nueva York.

 

Patricia cogió el autobús número 39. Alejarse de su barrio le reconfortaba. Torrero era una sucesión de casas de una planta y bloques de viviendas baratas, con patios lúgubres en los que se precipitaban niños guapos y suicidas. En las calles de Torrero había funerarias y tiendas que vendían lápidas de camino al cementerio. En la puerta de la cárcel, alguna viuda salía de la visita con su hijo o la novia de un insumiso aguardaba a que asomara un brazo entre las rejas. Los pinares de Venecia no eran como los bosques frondosos de los cuentos de los hermanos Grimm. Allí las parejas y los homosexuales tenían que esperar a que oscureciera para esconderse dentro de los coches. También a las afueras, se construyó La Quinta Julieta, un gueto para gitanos al que estaba prohibido acercarse.

 

Faltaba el olor a perrito caliente, pero aquel trocito de calle era lo más parecido a Broadway que podía encontrar.

El 39 la dejó enfrente del Teatro Principal. Le fascinaron la iluminación de la fachada, los carteles que anunciaban las próximas representaciones, las estatuas en la cornisa, los taxis que pasaban por el Coso. Faltaba el olor a perrito caliente, pero aquel trocito de calle era lo más parecido a Broadway que podía encontrar.

 

Una acomodadora la condujo al recibidor: suelo y columnas de mármol veteado, lámparas de araña, cortinas de color cereza, un mural con el río Ebro pintado de rojo en una alegoría sangrienta. Allí había un centenar de bisnietas de Edgar Allan Poe que deseaban ver a Patricia Esteban. Eran mujeres vestidas de negro, con rosarios, collares, misales, guantes de rejilla blancos y zapatos de tacón de aguja. Patricia reconoció a escritores y por las conversaciones, infirió que allí había profesoras de literatura, alumnos de instituto y lectores que querían que Patricia Esteban les firmara su libro, flamante ganador del premio Dos Passos a la primera novela. Al fondo del vestíbulo, cerrando la entrada a la sala de butacas, un librero calvo con barba poblada vendía Las madres negras y otros títulos de la autora.

 

Patricia Esteban llevaba un vestido de terciopelo negro con la estampación de un corazón atravesado por un estilete de cuyo filo goteaba una lágrima de sangre. Patricia se fijó en los bonitos zapatos de charol que calzaba. Las presentadoras Ana María Naval e Irene Vallejo hablaron de las referencias literarias de la obra, del poso victoriano en su ambientación, de los personajes: muchachas huérfanas a las que les rapaban el pelo al entrar en el orfanato, lobos, siamesas, monjas, una niña con ojos de distinto color y Dios. Patricia se adentró en el mundo tenebroso que describían y acarició la cubierta del libro como si palpara una mano que pudiera leer. Su leve inquietud se agudizó por una coincidencia. Patricia Esteban recordó al principio de su intervención que ganó un concurso de redacción escolar con un cuento que narraba los sentimientos de una niña perdida en un bosque. El mismo inicio de Las madres negras y, casualidad, un relato muy similar con el que Patricia también obtuvo un premio en su colegio. Patricia era ya una mujer que charlaba durante horas con su amiga sobre Twin Peaks. Su pasión por leer y escribir continuaba intacta. Aunque su madre no la comprendía del todo, la respetaba y la alimentaba comprándole libros como Casa de muñecas, el último regalo que engrosó su biblioteca.

 

Sobre su silla quedaron la copa vacía y un ejemplar de Las madres negras. Era como si el libro se la hubiera tragado.

Durante las pausas que Patricia Esteban hizo, subieron al atril personajes de la novela. Unas gemelas constreñidas, con el pelo recogido en un moño comenzaron la lectura: «Saldrá por la mañana. En cuanto se callen los lobos que aúllan fuera, allá arriba, como si se contaran los unos a los otros lo solos que están». Luego una monja con capa y tocada con un velo que a penas dejaba vislumbrar sus rasgos. Y al final Dios. Patricia Esteban lo había imaginado con el aspecto de Jeff Bridges, pero Bridges no estaba en el teatro. En su lugar, Dios se encarnó en el actor José Luis Esteban, quizás menos atractivo, pero que seguro leyó mejor en español. Una mujer entre el público, que rondaba los sesenta años y bebía una copa de vino, prorrumpió en una carcajada diabólica con las palabras de Dios. Antes de que Patricia Esteban terminara la presentación, Patricia la buscó, pero ya no estaba sentada. Sobre su silla quedaron la copa vacía y un ejemplar de Las madres negras. Era como si el libro se la hubiera tragado.

 

Tras los aplausos, se formó una fila para las firmas. Patricia se sumó con rapidez. Tenía el tiempo justo para llegar al bingo. Odiaba aquel trabajo, en el que mujeres con abrigos de pieles y hombres solitarios pasaban la noche escuchando la música de unos números igual que una oración fúnebre. Lo odiaba, pero el horario y el sueldo le permitían estudiar Filología Hispánica. Patricia se juraba que algún día sería profesora mientras repartía los cartones. Le quedaba solo un puesto para que llegara su turno en la fila. El librero apareció sigiloso tras Patricia Esteban y se llevó el ejemplar que había en la mesa. Había vendido todo.
Patricia estrechó la mano de Patricia Esteban. Le dijo que le había encantado Casa de muñecas y le confesó que le gustaba escribir. La jornada en el bingo se le hizo especialmente larga a Patricia. Quería regresar a casa, robarle horas al sueño para leer y luego ya sí dormir, y poder soñar con vivir en una casa azul con un galgo y muchos gatos, y con escribir cuentos góticos dignos de una dama negra de la literatura.

 

Fotografía de la portada: Ángel Gimeno Pastor.