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El viaje infinito

El escritor Vila-Matas decía en una entrevista que era capaz de entretenerse en cualquier lugar, aunque no hubiera nada que hacer en él. La clave para conseguirlo era observar en busca de referencias culturales que activaran su imaginación. Por ejemplo, la huella de un pie en el desierto lo llevaba a cuadros o pasajes literarios donde esta era el tema central o de arranque.

Lo primero que llamó mi atención en Aranda del Moncayo fue una escultura erigida en honor a Florencio Gea Andaluz, alcalde que suministró agua corriente a la localidad hace cien años. Habría pasado inadvertida para mí si no hubiera sido porque el busto estaba cubierto por un papel de estraza atado al cuello.

Aquello era una obra de arte. No me refiero a la escultura, sino a la intervención que algún operario del Ayuntamiento había hecho sobre ella. Era una obra impremeditada con vocación intencionada: el responsable, sin quererlo, nos hablaba del olvido de los hijos ilustres, de la ocultación, de lo imprevisible en el proceso creativo, de los obstáculos a la voluntad; y era efímera, ya que desaparecería en el momento en que se restaurara o se inaugurase la escultura. Superaba al Ecce Homo de Borja por no ser concebida con parámetros artísticos y porque respetaba a la obra original, aun reinterpretándola, por su carácter transitorio y reversible.

 

Me divirtió pensar en Cecilia Giménez y en su adefesio, pero aquel busto escondido me condujo a una obra importante: Los amantes de René Magritte. El empleado había realizado una aproximación a ese cuadro surrealista. Aseguran que Magritte lo pintó debido a una obsesión infantil: la imagen de su madre muerta con una tela tapándole la cara, tras haberse lanzado al río. El Aranda discurre por la localidad y se retiene en el embalse de Maidevera, visible desde el mirador donde se halla la escultura del alcalde. Siempre conecto los pantanos con personas ahogadas. Quizá la responsable sea la serie televisiva Twin Peaks. En Maidevera no ha ocurrido ninguna desgracia similar, que sepa, pero allí existía una conexión, muy débil, pero existía, entre el agua, el arte y la muerte. Andrea y Sergio, mis cicerones, me despertaron del ensueño: «Vamos al embalse. Hay un yate varado que te interesará».

 

 

Se encontraba a pocos metros de la orilla. Imponente y a la vez ridículo en tierra. Lujoso y deteriorado. Varias portas estaban rotas, pero las avispas y la oscuridad me impidieron observar el interior. Me recordó al barco que encuentran los protagonistas de La Carretera, en la parte final del libro, cuando llegan a la playa después de atravesar a pie regiones desoladas y descubren que el paraíso prometido está también arrasado. Escuché en mi cabeza fragmentos de las canciones de Quique González, porque en la portada de su disco Averías y redención aparece el casco de una embarcación oxidado .

Un chiringuito se mantenía en pie a duras junto al yate. La techumbre estaba derrumbada, y las palmeras que la cubrían colgaban deshilachadas. El huracán del Moncayo se había cernido sobre él. En la cocina descubrí una cafetera, pero ya no olía a café.

 

Mis acompañantes me dijeron que el chiringuito había tenido su época de esplendor y que en él se habían organizado fiestas de música electrónica. Pregunté, sin dar crédito a lo que veía, quién había montado el negocio. «Fue uno de Illueca con el dinero que sacó de vender unos cascos celtibéricos del poblado».

El de Illueca es Ricardo Granada y el poblado celtibérico situado en la localidad es Arátikos. Ricardo fue detenido en el 2013 como presunto responsable de un expolio continuado. En la zona todos sabían que caminaba por el monte en busca de restos arqueológicos, y que en 1992 el Ayuntamiento detuvo las obras que estaba acometiendo en el yacimiento con una pala excavadora. Nadie sospechó del valor de sus hallazgos hasta que el barco fue colocado como reclamo del chiringuito. Las piezas más cotizadas fueron los cascos de bronce de los guerreros. Por uno se llegó a pagar setenta y siete euros en una subasta realizada en Alemania. Profesores germanos fueron los que comunicaron a las autoridades españolas la venta ilícita. Cuando el SEPRONA registró las casas de Ricardo encontró siete detectores de metales, un georradar y más de cuatro mil piezas arqueológicas.

Un escritor francés dijo que había aprendido más de la condición humana pasando noches con borrachos, prostitutas y ladrones que con los poetas de su generación. Comparto su opinión y pensé que me gustaría hablar con Ricardo. Tendría que comprometer a personas para contactar con él y, si finalmente lo consiguía, sería difícil que accediera. Pero no me desanimé: una vez conversé con un expoliador ocasional.

—Son restos que están abandonados y que a nadie le interesan.

—El patrimonio arqueológico está protegido por la Ley. Que sepas que cometes un delito.

—No hago mal a nadie, solo lo hago por pasar el rato. Además, lo que encuentro no vale nada. Lo bueno ya se lo han llevado otros. He empezado demasiado tarde en esto —me dijo con pesadumbre.

Esa persona me invitó a acompañarle en su próxima salida nocturna. Llevaríamos un termo con café y cervezas. Utilizaríamos un frontal, pero solo para encenderlo cuando el detector avisara, no fuese a ser que la Guardia Civil patrullara por allí. Imaginé el frío, el vaho al hablar, caminar a oscuras, el riesgo, y reconozco que me tentó, pero conservo parcelas de integridad. Estudié Historia y esa excursión, aun como mero espectador, confrontaría con los valores de la ciencia que amo.

—Los yacimientos deben ser investigados por arqueólogos. Acotan el terreno donde se encuentran los objetos, establecen relaciones, son como criminólogos, para que me entiendas. Si tú sacas algo de su contexto, por pequeño que te parezca, jodes los futuros estudios. El patrimonio es de todos, no es para que tú lo disfrutes en la cochera.

Terminamos cambiando de tema, y yo de recuerdo cuando vimos, desde el lugar donde comíamos, a unos guardias civiles hablando con unos pescadores. Los dejaron en paz pronto, por lo que dedujimos que tenían la licencia en regla. El coche subió la cuesta hasta el restaurante. Un cliente entró y avisó de la llegada, por si alguien fumaba dentro del establecimiento. Uno de los agentes preguntó, con acento gallego, si alguien de los presentes había llamado para que realizaran esa comprobación. Bien era un panoli, o bien un novato. ¿Quién iba a reconocer en público que había telefoneado para denunciar? Se disculpó y se marchó con una sonrisa bobalicona. Especulamos con que la razón para abandonar su concello  había sido una mala nota en los exámenes.

La intervención del gallego me condujo a un viaje que hice a la isla de Ons, cercana a la costa viguesa. La embarcación que tomamos era poco más grande que el yate del pantano. Recordé lo bien que lo pasamos y que situé allí un relato inédito. Observé a los personajes y los escuché: seguían en la misma situación. Cuánto deseo que un editor los admire como lo hago yo, que haya lectores que puedan comprenderlos y les acompañen, porque sé que terminaré por abandonarlos.

Nos despedimos de nuestros amigos y en el trayecto de vuelta pasamos por Illueca y Brea de Aragón. Desde la carretera se veían los almacenes de calzado, la industria predominante en la comarca, y la escultura de un zapato forjada en hierro. Me resultó curioso que me hiciera reparar en que el motivo principal de la escapada había sido caminar, lo que es doloroso hacer sin calzado, como se sabe. Magritte reclamaba mi atención de nuevo: en uno de sus cuadros pintó unos pies desnudos, solo protegidos en su parte superior por unas botas. Como si el cuero se hubiera hecho invisible. Murieron con las botas puestas. La influencia del cine en el lenguaje. El calzado es una necesidad básica. Y así ad infinitum.

En un pasaje de la película La escafandra y la mariposa, el protagonista, paralítico, dice que su cuerpo es como una escafandra que lo mantiene con vida, pero que lo inmoviliza y lo hunde en las profundidades, y que su mente es una mariposa. Mientras la vemos revolotear en un campo primaveral, en un travelling a ras del suelo, le escuchamos: «para ser libres solo hace falta la memoria y la imaginación».

Tal vez sean estas herramientas las que utiliza Vila-Matas para divertirse en cualquier sitio. Él que es de posar puede que se ofreciera para ser retratado con una escafandra y una mariposa sobre su casco. Quizás la imaginación y la memoria sean el único equipaje para el viaje infinito. Ese en el que se rompen los límites espaciales y temporales. El que es irrepetible y personal.