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El Sur

El disparo que aparece en esta fotografía es lo que me encontré a la vuelta de la esquina. Pasear es una actividad que pocos jóvenes practican. Sin embargo, además de sus efectos saludables, caminar estimula la observación y la meditación (de modo que combina dos ejercicios en apariencia antagónicos: la predisposición a atender a lo externo y la introspección). Ambas tareas son fundamentales para cualquier persona que, como yo, pretende escribir buenas novelas algún día. Así que con las primeras mañanas primaverales me lancé a la calle y he de reconocer que tuve mucha suerte.

En la última obra de Vila-Matas se lee: <<Me acordé de que Chesterton decía que había una cosa que daba esplendor a todo cuanto existía, y era la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina>>. Quizá estaba yo impelido por ese sentimiento, aunque eso poco importa. Lo importante, es que ese agujero en el cristal que expandía grietas concéntricas, llamó poderosamente mi atención —me envolvió como un insecto curioso atrapado en una tela de araña —. Se trataba, sin duda, de un orificio de bala. Las posibilidades de encontrar uno en Zaragoza son remotas, como en cualquier ciudad europea, aunque más en esta, que todavía es una urbe calmosa, en la que los atropellos son la única noticia en la sección de sucesos. Tomé nota de la calle y del nombre del bar que todavía se anunciaba en el cartel de entrada, hice una foto, apresurado, porque había unos vecinos, con aspecto inquietante, estudiando mis movimientos y me marché a paso ligero.

La historia me había encontrado, no podía desaprovechar la ocasión, así que cuando llegué a casa encendí el ordenador y en el buscador introduje el nombre del bar. Enseguida aparecieron entradas de noticias que mencionaban el suceso. Había de detalles atractivos, pero lo interesante fue el detonante del tiroteo. Al final, y no antes para administrar la fascinación del lector, continuaré explicando cuál fue.

 

El propietario de la finca se llamaba Juan Soler, la había heredado en 1970, sus ancestros ya aparecían en los documentos notariales un siglo antes, como hacendados del campo de naranjos.

En el año 2011, uno de sus hijos, Pedro Soler era un pequeño traficante de drogas que no pertenecía a ningún lugar. Su madre, Carmen Amaya, que había dado a luz a un niño de padre secreto, engendrado furiosamente en 1975 sobre el lecho barroso de una acequia que daba de beber a los naranjos; fue la gitana que se quitó la vida un año después, cuando su familia la repudió y su patrón ocasional le cerró la puerta de forja de su arquería. Pedro Soler en aquella confrontación silenciosa entre linajes, se decantó por el de antepasado romántico, o de muerte romántica. La ley lo despojó de su primer apellido y él hizo de Amaya su nombre. Heredó pelo vigoroso y de tono atezado, como su rostro, y un desgarro conmovedor en el cante. Adoptó el nomadismo como forma de vida, al igual que a sus antepasados los empujó a atravesar continentes y a su madre a recalar en un pueblo cercano a la costa para cosechar. Amaya evitaba toda posesión que lo enraizara en una tierra, que lo envaneciera y lo hiciera cobarde. No entendía el amor como una propiedad, por ello no la respetaba ni la perseguía. Se acercaba a la mujer que deseaba en un rapto enloquecido y ajeno a las consecuencias, aunque ella le asegurara que pertenecía a otro hombre, y escapaba cuando se sentía acorralado por un futuro común. La mujer con la que se acostaba no podía domeñarlo porque era casada, y Amaya presintió que su partida se hallaba cercana. En los últimos días de una semana de noviembre del 2011, algo le acontenció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.  Amaya había adquirido aquella mañana dos placas de cincuenta gramos de hachís. Era preciso cortarlas en porciones de cinco gramos para distribuirlas entre sus compradores y probar el material. Su amante le abrió la puerta, los niños estaban en el colegio y su marido con la furgoneta buscando chatarra. Le disgustó el cambio de planes: los encuentros solían ser fugaces y violentos. Calentaron las placas sobre uno de los fuegos de la vitrocerámica. Cuando se ablandaron, se emplearon con habilidad para realizar las incisiones y preparar las dosis. Ella abrió la ventana para que la corriente impidiera que el humo creará una atmósfera densa y olorosa que sin duda su marido percibiría. Oyeron la puerta del portal como un sonido metálico y desagradable, pero todavía lejano, mientras ella le acariciaba sus muslos sin vello. Amaya sintió gozo con las ráfagas de frío aire que le llegaban a la cara y, que a pesar de su levedad, fue más vibrante que el roce de la boca. Las pisadas sobre los veinte escalones que separaban el portal de rellano de la casa fueron un susurro arenoso que a ninguno de los dos alarmó, aunque el ruido áspero de la llave en la cerradura sí fue amenazante. Ella se irguió como un cervatillo que mientras bebe de un arroyo escucha un crujido procedente del bosque. Amaya saltó por la ventana.

Corrió hasta alcanzar un taxi que lo condujo a la estación de tren y del que se apeó sin aviso ni pago para sorpresa del taxista. Sobre una de las sillas de la cocina de su amante había quedado el hachís malogrado para siempre; en el cuartucho con catre que tenía subarrendado, había dejado unas cuantas ropas, sin embargo lo que preocupaba a Amaya, hasta el extremo de una desazón previa a la angustia, eran las armas ocultas en el interior de la secadora.

En un colegio sin uso, lo recibió un antiguo compañero de orfanato. La comida y el agua escaseaban, al contrario que la heroína. Puede que fuera él, u otro de los que deambulaban por las guaridas que un día fueron aulas, el que ayudó a Amaya a inyectarse en el antebrazo. En las siguientes ocasiones lo instruyó para que lo hiciera solo. Ocho días pasaron, como ochos siglos de pálpito prehistórico. Amaya lloraba de rabia por la humillación de huir, por no arrostrar el peligro, por los golpes que habría sufrido ella y, únicamente cuando la aguja penetró en su piel, se olvidó, su ser se desprendió del cuerpo y ascendió al techo, sobrevoló el edificio para, a las horas, quizá jornadas, caer en picado sobre un colchón empapado de orín que tenía algo de pozo. En los días y noches que siguieron a su partida pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. Sus labios estaban rasgados, él al borde del colapso, del desmayo; la tienda donde comprar o robar una botella de agua se le antojaba al otro lado del océano. Amaya minuciosamente se odió; odió su identidad, su sedentarismo, su calamidad. Otro día, su amigo le dijo, despertándolo de un puntapié —o acaso la sensación fue tan real para él—, que debían cambiar de lugar. Amaya telefoneó al casero que le había subarrendado la habitación para hacer precisamente eso, cambiar de lugar. Le dijo que la familia de su amante, seguramente con ella, tenía previsto mudarse y que, muy pronto, podría volver a recuperar sus pistolas. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos. Amaya había llegado a esa ciudad de lluvia fina, hierros desvencijados y droga en un tren y ahora un tren lo llevaba a la tierra junto al mar. Al otro lado de la ventanilla, un bucle de grava si observaba el raíl y al levantar la vista, extensiones de jara, tomillo y romero que respiraba si se concentraba; bosques de pinos con troncos de corteza quebrada y muñones de resina, entre los que caminaba descalzo para notar los pinchazos de las agujas; y luego, el mar lamiendo las rocas y los acantilados a los que Amaya se asomaba; interminables huertos de naranjos de hojas verde mate y frutos resplandecientes que se suspendían de forma mágica. La felicidad lo distraía de las ilustraciones del libro que había encontrado extraviado y entreabierto en el asiento contiguo y de sus milagros superfluos; Amaya cerraba el ejemplar y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el zumo recién exprimido en un vaso alargado, como en los ya remotos veraneos en el campamento) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en el colegio abandonado, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día invernal y por la geografía de la patria, y el otro, postrado sobre un colchón y del que solo los brazos sobresalían del vórtice de la adicción. Vio alquerías encaladas en medio de los calveros; vio campos de golf inexplicables y sugerentes; vio zanjas de las que había escapado; vio túneles pintados con grafitis y vagones varados en la periferia. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto.

En cuanto pisó la calle sintió un ligero frío y le causó estupor; el sol tenue plateaba los charcos y los vencejos variaban la dirección de su vuelo de manera sincronizada, y todas estas cosas eran casuales, como sueños que le hacían sentir vivo.

Caminó hacia la barriada de viviendas baratas y en el trayecto se cruzó con decenas de personas hoscas, de mirada aviesa y porte mitológico. Se giraba vigilante y cada vez que lo hacía, era una vuelta al pasado. Amaya aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa ciudad, antes de que la borrara la noche.

No encontró a nadie: los niños no jugaban a gritos, los viejos no se hacían los despistados, de espalda a los aparcamientos donde paraban los clientes y los jóvenes centinelas con camisetas de tirante no dieron la voz de alarma. Amaya pulsó el timbre, pero su casero no contestó. Las persianas estaban bajadas y no había ropa tendida —que ojalá no estuviera en la secadora—. Resolvió buscarlo en la taberna, llamada El Sur, donde lo hallaría entre los parroquianos. Amaya caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor a sal y azahar.

La máquina tragaperras encerraba cientos de luciérnagas en carrusel que una mujer con una cicatriz en la mejilla intentaba atrapar. Detuvo su juego al oír el tintineo de la campanilla pendiente del techo junto a la entrada. Al fondo, pegada a la cristalera, había una mesa donde comían y bebían ruidosamente unos muchachos. Quizá en algún momento anterior, Amaya les vendió una piedra, pero no lograba recordar ni el instante ni a los muchachos. El patrón de la taberna no atendía la barra, tampoco estaba su casero en El Sur, porque el hombre apoyado en el mostrador, acurrucado e inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo, no era el mismo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como los besos a un ídolo de mármol. El pelo de sus patillas estaba deshilachado; sus ojos, su camisa y todo en él era oscuro; se hacía chico al apoyarse en su cayado entretejido de cintas que acaban en borlas y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Amaya lo escrutó con deleite y se dijo que gitanos de esos ya no quedan más que en la ciudad de los naranjos.

El patrón de la taberna surgió de la cocina, su cuerpo apareció por partes entre la cortina de cuentas. Amaya no lo conocía ni de vista, pensó que durante su ausencia habrían traspasado de nuevo el negocio. El patrón no reparó en él, se secó las manos en el trapo que colgaba de su cinturón. Amaya ladeó su cuello, se movió a un lado para apartarse de la línea imaginaria que la pipa de cerveza trazaba y que quizá lo ocultase del ángulo de visión del patrón. Fue un instante fugaz en que las dos miradas se cruzaron, pero suficiente para que Amaya diera por sentado que el patrón lo había situado. No lo saludó ni le preguntó qué deseaba, simplemente se puso a ver la televisión que estaba sobre una pequeña plataforma en la esquina superior del local.

Aquel desaire le produjo más sed. Se aclaró la garganta con una tosecilla. El patrón no apartó la vista de un concurso en el que los participantes estaban encerrados en el círculo del abecedario. Amaya cogió del mostrador uno de los botellines de muestra que estaban colocados como adorno o reclamo. Lo agarró del gollete y dio dos golpes secos con el culo del vidrio. El patrón se giró con fastidio y, esta vez sí, miró a Amaya fijamente, extendió el brazo y luego, lentamente los dedos de la mano. Amaya depositó el botellín en la mano del patrón y le pidió una cerveza fresca. El patrón limpió el vidrio con el paño, como si quisiera borrar las huellas de su cliente, lo colocó en el lugar anterior y volvió a darle la espalda.

Los de la mesa parecían ajenos a él. Amaya, perplejo, decidió que nada había ocurrido y se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un yonqui debilitado, se dejara arrastrar por un desconocido en una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba a un metro de la puerta cuando el patrón lo increpó a voz en grito:

—¡Amaya! ¡Me cago en tus muertos!

Había soportado las provocaciones, ser ignorado y que no le prestaran servicio, porque consideró que eran emitidas de un desconocido a otro y eso les restaba gravedad. Cuando el patrón lo llamó por su nombre, quedó de manifiesto que Amaya no era un extraño para él, que antes lo había tratado o había oído hablar de su persona y, que por tanto, el desafío se había convertido, en lo que tardó en pronunciar las tres sílabas de su nombre, en una ofensa. Además estaba el agravio a lo más sagrado para él, a la memoria de su estirpe, a su nombre y que, según su ley, exigía un severo resarcimiento.

Amaya pensó en descerrajar la puerta si el casero no había regresado aún, utilizar una de las pistolas y luego descerrajar en la cabeza a ese miserable cuatro tiros. Le anunció que volvía enseguida y le advirtió de que no se moviera si era hombre. El patrón saltó por encima del mostrador blandiendo una navaja e invitó a Amaya a pelear. Los muchachos objetaron con trémula voz que Amaya estaba desarmado. En ese momento, algo imprevisible ocurrió.

Desde el otro extremo de la barra, el viejo gitano le tiró una faca desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si sus antepasados hubieran resuelto que Amaya aceptara el duelo. Amaya se inclinó a recoger la faca y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear cuerpo a cuerpo. La segunda, que el arma en su mano torpe y temblorosa no servía para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había amenazado con un revólver, colocado el cañón en la sien de un taimado, pero nunca había atacado con un puñal y sus nociones de esgrima eran nulas. Quién me manda volver a la ciudad, pensó.

—Vamos saliendo —dijo el otro.

Salieron, y si en Amaya no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a navaja, con la noche encima, bajo una tenue luz de farola y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad en la primera oscuridad tras escapar, cuando su amigo le clavó la aguja. Sintió que si él, entonces hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Amaya empuña con firmeza la navaja, que acaso no sabrá manejar, mientras los muchachos, la mujer de la cicatriz y el viejo le admiran, y sale a la calle.

 

borges

 

 

En realidad la reyerta sucedió de otro modo y en lugar de acabar en una lid a cuchillo, se produjo una balacera con una escopeta de postas. Pueden leer las diferentes noticias que se publicaron, pero les recomiendo la del periódico Aragón Digital porque señala el punto en la discusión tras el que no hubo retorno, que no fue otro que un <<me cago en tus muertos>>, una ofensa intolerable en la cultura gitana y que precipitó el trágico final (pueden leer el comentario número trece del enlace que les he señalado —bajo el seudónimo Gitanico—). Estos dos elementos: la defensa de la honorabilidad y la riña en una taberna me recordaron inmediatamente al relato El Sur de Jorge Luis Borges.

Lo releí y conecté ambos acontecimientos, el real, ocurrido en Zaragoza y el ficticio situado en Argentina. Quise entonces escribir un relato como lo había hecho Borges: intenso, poético, sugerente, onírico, ancestral, y, claro, nada de lo que pudiera redactar estaría a su altura.

El aprendiz debe copiar al maestro con osadía, como hizo Goya en algunos dibujos a Velázquez, para aprender la técnica y poder desarrollar su propia personalidad artística en el futuro. De hecho, Augustín Fernández Mallo inició estos experimentos con El hacedor (de Borges) Remake. No soy ni Goya ni Fernández Mallo, así que el resultado es el que ha sido, juzguen ustedes.