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El precio del pan

El carbonero vivía en un caserío cercano a nuestro barrio. Cada dos meses nos visitaba para cortarse el pelo en el zaguán de casa. El carbonero no se distinguía del resto de clientes: era vasco como otros muchos. De hecho, nosotros nos sentimos bien recibidos en una tierra ajena y mantuvimos buena relación con los vecinos que tenían apellidos impronunciables.

El 1 de marzo de 1976 Emilio Guezala, un inspector de autobuses de la línea San Sebastián-Fuenterrabía, alternaba con su primo en un bar de Lezo, a diez minutos a pie de nuestro bloque. Cualquiera de nosotros podríamos haber estado allí tomando un vermú en el mismo bar, o mi padre, que en esa temporada comenzó a ver con dificultad, podría haber paseado por esa calle sin presagiar lo que ocurriría. Al salir del establecimiento, Emilio Guezala vio aproximarse un coche a toda velocidad. Un pistolero de ETA se asomó por la ventanilla y lo ametralló. Emilio cayó fulminado. Los etarras lo acusaban de ser confidente de la policía. Fue el cuarto asesinado por la banda terrorista, pero para mí fue como si fuera el primero porque la cercanía dotaba de realismo y verosimilitud al hecho y, lo más importante, nos avisaba de que el peligro era aledaño e imprevisible.

El miedo fue como la humedad, que es invisible pero cala el cuerpo. Afectó a nuestras costumbres: los niños no debían patear los objetos, había que alejarse de las bolsas de deporte olvidadas y, ante todo, mantenerse callado. La ley del silencio imperó. No se podía criticar los actos criminales de la banda, ni expresar la disconformidad con sus objetivos políticos. Ello suponía ser señalado. Si lo eras, recibías amenazas en las que te conminaban a abandonar el País Vasco. Nunca recibimos ninguna llamada telefónica en ese sentido, era lógico puesto que respetamos esa ley tácita, pero cada vez que el aparato sonaba a una hora infrecuente, era inevitable que el corazón me diera un vuelco.

El 2 de noviembre de 1978 un obrero de Lezo, Rafael Recaola, fue acribillado a tiros cuando se desplazaba en moto de regreso a su domicilio. Decían que era de derechas, en cualquier caso, se rumoreaba que hablaba demasiado. Eran las diez de la noche cuando sucedió. En casa no oímos los disparos.

Había ocasiones en que Ignacio regresaba al poco de partir hacia el trabajo. Los piquetes cortaban las carreteras o impedían el paso a las factorías. Las huelgas eran seguidas por la totalidad de los trabajadores, obligados por las presiones más que por convicción. Si te negabas, te sacaban del coche y recibías una buena tunda.

Como he dicho nos sentíamos respetados por nuestros vecinos vascos. Sin embargo, cada vez era más frecuente que un aberzale se pavoneara en público y menospreciara a los inmigrantes. Los pisos de los manchurrianos nos sirven a nosotros de gallinero, era una de las frases ofensivas recurrentes. En oposición, surgieron algunos que se rebelaron contra los radicales. Por ejemplo, varios tenderos andaluces o extremeños se negaron a cerrar sus establecimientos cuando era convocada una huelga tras la muerte o detención de un etarra. Los manchurrianos nos alegramos de esos actos, aunque siempre en privado. No obstante, a las pocas semanas nos lamentábamos del arrojo de estos puesto que descubríamos bajadas las persianas de sus negocios. Confesaban a sus allegados que habían encontrado en la puerta de sus domicilios un gato negro pintado con espray. Aquella era otra de las advertencias empleadas para sugerir la marcha inmediata del lugar.

Nos extrañó que el carbonero volviera a casa un domingo, el día de la semana en que recibíamos a los clientes. Aunque, bien pensado, no iba a dejar de necesitar un corte de pelo.

Las huelgas podían durar varias jornadas. De manera que almacenábamos un pequeño excedente de comida. Sin embargo, a todos nos gusta el pan del día, en especial a nuestro vecino y amigo Manolo, al que no le importaba conducir hasta la frontera francesa donde compraba pan para varias familias del bloque. El tiempo, la gasolina, los precios en Francia: sin duda era un pan caro, pero acompañar la cuchara con una miga blanda bien merece un esfuerzo.

El carbonero se sentó en el taburete e Ignacio le colocó el sobretodo. En apariencia no se apreciaba a aquel hombre apenado o desmejorado. Ignacio sacaba temas de conversación, sin embargo, en aquella ocasión se mantuvo callado. Le cortó el pelo a cepillo, con la raya a un lado como le gustaba al carbonero. He de confesar que me acerqué al zaguán, escondida tras la pared del pasillo, para escuchar los ruidos. Nadie me aseguraba que aquel hombre pudiera ser un asesino como su hijo. El acto de la peluquería es un episodio tenso: el cliente se expone dócilmente a las manos e intenciones de un desconocido que blande unas tijeras afiladas o una navaja. El peluquero puede cometer un error, un descuido o sufrir un acceso de locura.

Supuso una conmoción para los lezoarras que el hijo del carbonero, con apenas diecisiete años, fuera apresado tras haber matado a un guardia civil. Todos lo conocíamos desde niño, cuando bajaba del caserío para jugar con nuestros hijos. Era tan educado y simpático que nadie se podía imaginar que fuera a cometer algo así. Ay, joder, escuché desde la cocina. Fui rápido hacia el hall. El paño blanco que cubría al carbonero mostraba manchas de sangre. Ignacio estaba de pie. La navaja goteaba. Me pidió algodón para cortar la hemorragia causada por el tajo que le había abierto detrás de la oreja. La captación del joven por ETA, el adoctrinamiento hasta despertar en él un odio desbocado, la frialdad para apretar el gatillo y asesinar a un policia nos indicaban que el terrorista podía ser un conocido, alguien a quien saludábamos en la escalera, el pequeño que construía chabolas con nuestros hijos y que había crecido. No era solo que la víctima cayera abatida en las calles del barrio, sino que el verdugo se movía por ellas, aguardando una orden. La desconfianza se sumó al miedo.

Mi padre sufría cataratas. De ahí que le operaran. Era de noche cuando salimos del hospital. En las calles de San Sebastián ardían los neumáticos y la leña que habían amontonado a modo de barricadas los radicales. Estábamos atrapados, era imposible salir de la ciudad. Los agentes, encapuchados, no atendían a nuestras preguntas, se limitaban a señalar con el brazo para que retrocediéramos. Nuestros hijos nos esperaban en casa. Las horas pasaban y el nerviosismo de Ignacio al volante aumentaba.

Un hombre gesticuló para que paráramos. No sé qué motivo fue el que nos llevó a atender su petición. Se subió al Seat y nos dijo que también quería salir de San Sebastián, que conocía una ruta por pistas forestales que sortearía las hogueras que taponaban las carreteras. Adelante, le dijo Ignacio. Las indicaciones eran confusas y, al igual que cuando circulábamos solos, llegábamos a puntos en los que los obstáculos obligaban a retornar. Finalmente alcanzamos las afueras y nos adentramos por un camino. Yo me fijé en que Ignacio miraba con frecuencia a nuestro pasajero a través del retrovisor. Yo hice lo propio, girándome. Parecía una persona normal e inofensiva, como el hijo del carbonero.

Los faros alumbraban la senda a seguir. Alrededor, una oscuridad densa. Las luces de las farolas de la ciudad titilaban ya en la lejanía, a nuestra espalda. De repente, la pista finalizó enfrente de la fachada de un caserío. Ignacio se dio la vuelta y enfadado le dijo al desconocido que si sabía o no por dónde nos llevaba. Este se disculpó y se excusó en la dificultad de orientarse en mitad de la noche. Reculamos hasta el último punto de bifurcación que habíamos sobrepasado. Tomamos el otro ramal. Pensé que habíamos permitido entrar a un terrorista en nuestro coche, que gracias a nosotros escaparía, que quizás lo que pretendía era, en un descuido en que Ignacio dejara de vigilarlo por el retrovisor, apuntarnos con un revolver y obligarnos a salir del Seat para robárnoslo. Por Dios, que Ignacio no se enfrente a él cuando llegue el momento, murmuraba para mí.

El coche traqueteaba con los baches. Cómo pudimos ser tan inocentes y confiar en un transeúnte que apareció entre el humo. Nosotros que habíamos aprendido a no fiarnos de ningún vecino con apellido vasco… Ignacio me confesó que estuvo a punto de detener el coche e invitarle a que se apeara, allí, en mitad del monte. No lo hizo. Por suerte tampoco notamos en nuestra espalda el cañón de la pistola, ni el frío metálico del círculo de su orificio en la nuca. Cuando aparcamos, junto a casa, a las dos de la mañana, con los bajos del Seat embarrados, nuestros hijos dormían.