Despertares
El doctor Sayer (Robin Williams) comienza a trabajar en un viejo hospital de enfermos crónicos del Bronx. A su cargo tiene un grupo de pacientes catatónicos que sufrieron una encefalitis. Han pasado varias décadas y el resto del equipo médico se ha rendido ante la falta de avances. Sayer no se resigna y descubre que reaccionan a una serie de estímulos. Espoleado, piensa que podrían mejorar si les administra una nueva droga, la dopamina. Leonard (Robert de Niro) es el primer elegido. Los resultados son milagrosos: de estar postrado y mudo pasa a recuperar la movilidad, el habla, todas las capacidades intelectuales, puede incluso correr. Sayer graba su evolución y Leonard explica que se ha despertado para la vida. De ahí, el título de la película que resumo: Despertares.
Al verla establecí analogías con los despertares que presencié hace años en el albergue municipal. Como el doctor, aquel fue mi primer empleo de entidad. Tenía conocimientos superficiales sobre el trabajo con las personas sin techo y el edificio era vetusto, un antiguo cuartel militar situado en el barrio de San Agustín, una zona con varias calles degradadas a pesar de los esfuerzos de regeneración urbanística. El albergue y San Agustín se parecían un poco al hospital y al Bronx, o a la imagen que tenemos de ese barrio neoyorkino. Me sentí reflejado en el suspiro del neurólogo.
Los usuarios del albergue no respondían a un único perfil. Había jóvenes, temporeros, mujeres, alcohólicos, enfermos psiquiátricos, carrileros, familias pobres que habían perdido su casa en un incendio, había buenas personas y otras no tanto. Entre todos ellos, conocía de vista a alguien. Manuel mendigó en las inmediaciones de la Puerta del Carmen. Siempre ausente, tirado en el suelo, extendiendo la mano sucia, balbuceante como Leonard. Desconfié en que exagerara su dificultad para hablar con el fin de conmover. Nunca le solté una moneda. En el albergue me lo encontré de nuevo. Llevaba varios meses allí y parecía otra persona, aseado, con ropa decente, bromista. Había vuelto a comunicarse y realmente tenía problemas para ello, a lo que sumaba su cerrado acento portugués. Manuel nos saludaba en la recepción y nos ofrecía pepinillos, tenía auténtico vicio a ellos. Me contó que nació en Madeira, <<como Cristiano Ronaldo>> pensé.
Carmen era una anciana aunque quizás no tanto. Su aspecto era de abuela. Estaba desdentada y recogía su pelo en un moño. Llevaba años sin hablar y no quería dormir en una habitación. A última hora de la tarde llegaba y cuando todos iban a descansar, ella cogía sus bolsas y se echaba en un banco cerca de nuestro despacho. Se hacía una excepción con ella con la esperanza de que algún día cambiara de opinión y utilizara todos los recursos. Pero desconocíamos si lo hacía porque Carmen no se pronunciaba, solo observaba, sonreía o daba la espalda si algo le desagradaba. Mis compañeros me juraron que fue locuaz, que tenía deje andaluz. Yo quería escucharla, se lo pedía, pero nadie le arrancaba de su mutismo. Inopinadamente Carmen se despertó: volvió a hablar.
En el centro no disponíamos de medicamentos para recuperar a las personas. Nuestras herramientas eran tratarlos con respeto, atender sus necesidades básicas, comida, cama y una ducha, dirigirnos a ellos por su nombre, acompañarlos, escucharlos. En demasiadas ocasiones aquello era insuficiente para conseguir avances o lo que ocurría era que esos cambios eran tan pequeños o se manifestaban con posterioridad que éramos incapaces de percibirlos al momento. Deseábamos que ellos respondieran de inmediato, lograran encontrar un empleo, superar sus depresiones y adicciones, ser autónomos, abandonar la calle, pero los despertares milagrosos escaseaban. Intuyo que a otros profesionales que trabajan con personas, como los médicos o profesores, les sucede algo similar en sus ámbitos. Insatisfacción ante los resultados unida a las dificultades, falta de reconocimiento, cuidados, protección, buenas condiciones laborales nos inducen al sueño del desaliento.
Existen sectores de la sociedad que cuestionan los Servicios Sociales por el fracaso en una de sus funciones, la reinserción. La Sanidad trata a enfermos crónicos y al final sucumbe ante la muerte, la Educación no logra que todos los alumnos superen los estudios, pero no se pone en entredicho su labor ya que atienden los derechos de las personas, fortalecen su dignidad y algo por muy pequeño que sea se logra en el camino. Aunque solo uno de cada cinco ciudadanos atendidos por los Servicios Sociales recupere su estima e independencia merece la pena el dinero invertido, también en términos económicos.
Se consiguió que Manuel ingresara en la residencia de ancianos municipal. Nos contaban que estaba muy contento y que tenía una amiga especial. Me pareció cruel que Manuel muriera pronto, justo en su mejor momento, aunque ahora pienso que quizá fue un buen final. Carmen entró también en la residencia. Antes de que eso ocurriera, el día en que dejé el albergue, fue ella la última persona de la que me despedí. Estaba en la puerta principal sentada al sol junto a sus bolsas. Nos deseamos buena suerte.