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Busco niño analógico

 

«Tengo nueve años y he empezado una colección. Busco otros niños para intercambiar sellos».

Más o menos rezaba así el anuncio que envié al Semanal, un suplemento que acompañaba a decenas de periódicos nacionales en los noventa.

Un tiempo antes mis hermanos jugaron conmigo a coleccionar sellos. Se recortaba el sobre a un centímetro alrededor de la estampa, se sumergía en un plato con agua y a los pocos minutos el adhesivo se diluía, el sello flotaba libre. Se colocaba sobre un paño hasta que se secara, luego se ponían encima libros o algo pesado para que quedara liso y voilà, el sello parecía nuevo. La magia cautiva.

La semana siguiente acopié todas las cartas que había en casa y extraje los sellos. Le pregunté a mi madre si guardaba correspondencia antigua, para mí lo que tuviera más de un año me parecía antiquísimo, y me llevó a su dormitorio. Abrió un cajón de la mesilla, sacó una caja y de ella dos o tres cartas. Mi padre las había enviado cuando eran novios, durante unos meses que estuvieron alejados. Me dijo que recortara el sobre justo lo necesario. Estaba eufórico porque aquellos sellos eran de los años sesenta. Mi madre sonreía, pero algo debió de perder en aquel trozo de sobre. Reparo en que probablemente en ese momento descubrí que mis padres se habían escrito cartas de amor y no lo recuerdo, pero me sentiría extraño.

Dudo si con más intensidad que cuando se es adulto, de pequeño uno se obsesiona con las cosas. Me regalaron Filatelic-nova un juego para pequeños coleccionistas de sellos, que formaba parte de una serie de juegos educativos para todo tipo de aficiones. Contenía un pequeño álbum, unas decenas de estampas, una lupa, unas pinzas y un folleto que explicaba cómo iniciar una colección, curiosidades, datos históricos sobre el correo postal. Los sellos que contenían alguna tara eran los más valiosos: un error de impresión como en el valor o en el nombre de un país, una efigie al revés. Dediqué horas a observar con minuciosidad los sellos del rey de España en busca de un error, era un ingenuo, no sabía que los fallos del rey se ocultaban. Siempre había considerado que lo diferente, lo equívoco eran motivos de descarte, de ocultación y vergüenza. La filatelia me enseñó lo contrario: lo inusual era algo valioso.

En el cuadernillo se recomendaba el intercambio como fuente de adquisición y yo conecté los anuncios que leía de niños y adultos buscando amistad o cosas más extrañas con mi rareza. En los noventa no todos los niños coleccionaban sellos, de hecho no conocía a ninguno. Mi familia me animó. Quizás encontrara a alguien.

Me emocioné al leer el mensaje en el suplemento dominical. Cualquiera podía leerlo, también mi nombre y una dirección en la que contactar conmigo. Durante un mes recibí más de un centenar de cartas. Mi familia estaba perpleja. Llegué a conocer a un niño de un pueblo cercano. Mientras su padre hacía la compra mensual en Alcampo, quedábamos y nos cambiábamos sellos con su madre y mi padre delante, vigilando que efectivamente éramos los dos niños. Una chica de doce años, de un barrio cercano, quiso conocerme para ser novios, de hecho se despidió con un beso impreso, el de sus labios pintados. Me asusté y no le contesté. Supe que no estaba preparado, pero que llegaría el momento años más tarde con otras, y entonces sí, debía estar a la altura. Me sorprendió que hubiera chicos que llevasen años en aquel mundo, y que su colección fuera especializada. Recuerdo a uno que coleccionaba exclusivamente sellos de animales marinos. Si le enviaba uno, él me compensaría con diez de otra clase. Así fue y la gente siempre cumplía. La palabra de los filatélicos, de cualquier edad, era garantía. Conocí la generosidad de mano de personas mayores. Hubo varios que me enviaron decenas de sellos, uno hasta cien, sin contrapartida. Me animaban a continuar con aquella afición y me decían que lo hacían para ayudarme, que ellos cuando fueron jóvenes o niños no habían tenido a nadie que lo hiciera.

En dos años aprendí mucho. Los sellos proporcionan información sobre los países: geografía, historia, política, etnografía, ciencia. Los sellos se pueden clasificar con infinitud de posibilidades, y uno de los fundamentos de la ciencia es la clasificación. Varias veces varié la catalogación de mi colección y seguro que aquello me sirvió para entender la complejidad y los matices de la vida, los diferentes puntos de vista ante un mismo objeto.

Los sellos me obligaron a escribir de los nueve a los once años: envié cientos de cartas a mis colegas, también a mis primas.  Nunca dejé de escribir cartas, lo hice después a mi primera novia que veía todos días y a otra que no veía tan a menudo. La primera vez que le envié un correo electrónico a la última, pensé que la traicionaba y algo debió de desencadenar ese click ya que a partir de entonces todo se fue al carajo. El buzón rebosaba correspondencia. Era una ilusión recibirla, un aliciente esperarla. En aquella época el correo te enseñaba que todo requiere una espera. Actualmente la falta de correspondencia es un elemento más que nos hace olvidar que el tiempo real no se corresponde con el digital. Tengo que volver a escribir alguna carta en lugar de tantos e-mails y whatsApps. Es una tontería, pero el medio con el alcanzar los fines es importante: el amanuense es alguien esforzado, cuidadoso, paciente, al fin y al cabo cariñoso.

Tengo más de dos mil sellos de muchos países, épocas y temáticas. Me gustaría regalarlos a varios niños, como hicieron conmigo hace cerca de veinte años. El legado y la generosidad son aspectos esenciales de nuestra cultura. Esos sellos son un regalo material y también inmaterial. La ruptura generacional es un hecho natural y sano, que se hizo evidente con la aceleración del tiempo. La generación de los treinta no entendió que sus hijos valoraran el ocio por encima del trabajo, la de los cincuenta censuró a sus hijos hippies por fumar porros, los antiguos hippies no comprendieron la música electrónica y hoy nos preocupamos de que nuestros hijos estén enganchados a las consolas y las tablets. La melancolía es un mal necesario, la tradición nos une con nuestros antecesores, comunica tiempos opuestos, nos sitúa. Los niños no pueden encontrar en sus casas cartas con sellos, en mi casa no tengo ninguna. Ya nadie lee el suplemento dominical, mucho menos los niños y yo no compro el periódico. No sé dónde está ese niño al que regalar mis sellos.

 

2 Responses

  1. Un placer leerte de nuevo, esta historia ya me la habías contado, pero la verdad que escrita tiene mucha más gracia! No dejes de escribir (aunque sea sin sello) inspiras a muchos, quizás también a algún niño.

  2. Muy bueno. Si encuentro alguno te lo mando…

    Marta Hiroko

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