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Apuntes en una mañana en la cárcel

 

A las seis y media de la mañana suena el despertador. La hora prevista de entrada en la prisión de Zuera es a las ocho cuarenta y cinco.

 

Hay unas huellas pintadas de amarillo enfrente de la oficina de admisión. Me coloco sobre ellas y no distingo la webcam que me fotografiará. Después es el turno de Raúl. Le digo a Chema, el director del módulo de formación de la cárcel, nuestro cicerone, que un actor de Hollywood no lo es hasta que le fotografían en una comisaria con el panel de la cinta métrica al fondo.

 

Un preso de confianza aparece con un carrito metálico de lavandería. Colocamos los cuadros de Vidas desguazadas en él. La exposición es el motivo que nos ha traído aquí.

 

Cruzamos varios puestos de seguridad. Se abren compuertas, se cierran a nuestra espalda y se abren las siguientes. Entregamos los carnets de identidad a cambio de una tarjeta. A partir de ahora somos un número sin fotografía. Los presos conservan en su identificación el nombre y el rostro.

 

Observo grandes espacios abiertos con jardines cuidados. La mañana es soleada y calurosa, impropia de febrero. Justo en el centro del recinto se levanta la torre de vigilancia. No existe puerta de entrada visible. Nos explican que se accede a ella por un pasadizo subterráneo. A su alrededor se distribuyen los pabellones. Denominan a las celdas pabellones residenciales. Me imagino el plano de la cárcel y me parece una perfecta obra cartesiana, el diseño simbólico de un masón, la ciudad soñada de un socialista utópico.

 

Una decena de mujeres con carpetas se apresura a entrar en el módulo formativo. Nos miran con curiosidad. La imagen me recuerda a las series televisivas de instituto en las que los alumnos son demasiado mayores para resultar creíbles. Chema nos muestra el espacio donde vamos a montar la exposición. Los cuadros nos esperan sobre unas mesas largas. Detrás, en la pared, hay colgado un puzle de unos diez metros de longitud.

 

Un funcionario nos presta las herramientas justas para realizar nuestro trabajo. Nos han prohibido introducir móviles, la cámara y la navaja multiusos de Raúl. Advierten de que no perdamos de vista los alicates ni las tijeras: «Siempre al bolsillo». También nos ofrecen la ayuda de varias personas. En sus tarjetas se lee el nombre y aparece el rostro. A Sebas le gusta la fotografía. Raúl le pregunta de dónde es. Duda un instante. Quizás ha pensado en la ciudad donde le habría gustado vivir o hacia la que irá cuando salga.

 

Se monta jaleo en los pasillos antes de la clase. Un hombre con ropa de los noventa (parece que ha viajado en el tiempo desde la Coliseum, una discoteca ya cerrada en Almudévar, cerca de aquí) seduce a una chica o al menos lo intenta. Se muestra satisfecho tras recibir dos besos de ella. Un funcionario apremia a los retrasados y pide a uno que apague un purito. Las aulas se cierran e impera el silencio.

 

Pedro nos pregunta si queremos café. Raúl le ofrece monedas, pero nos explica que en la cárcel no vale el dinero, que en el economato se paga con una tarjeta. Se ríe con nosotros porque es evidente que estamos perdidos en este lugar. «Son vuestros bitcoins», digo.

 

Pasa un niño, ahora un hombre, que fue con nosotros al colegio. Todo el mundo pensaba que terminaría en la cárcel. Los pensamientos son peligrosos puesto que si son intensos se convierten en plegarias y ya se sabe que hay que tener cuidado con lo que se pide porque a veces se concede. No abro la boca, simplemente advierto a Raúl torciendo la cabeza, hablándole con la mirada. Raúl lo ve de espaldas, pero reconoce su paso. Me pregunta si era él y se lo confirmo. Un recuerdo se impone para cada individuo. El que asocio a este conocido se remonta a cuando él tendría quince años y yo doce. Ocurrió en la piscina. Una amiga suya se acercó a la escalera para salir del agua. La chica era muy simpática, fea, con las tetas enormes para su edad y cualquiera, y se decía que besaba a quien se lo pidiese. El chaval, ahora recluso, saltó a la piscina y rápidamente la rodeó con las piernas para impedirle salir. Yo los veía de cerca, junto al borde. Él, a horcajadas, se refrotaba al trasero de la chica y le sobaba las enormes tetas. Reía con verdaderas ganas y a ella le hizo gracia no poder subir la escalera, levantar la carga. Yo los miraba, esperando el momento en que los pechos se destaparían.

 

A quien no reconocemos cuando pasa junto a nosotros es a Paquito. Francisco Mújica Garmendia fue jefe de ETA y ordenó atentados sanguinarios contra Hipercor y la casa cuartel de Zaragoza, ambos en 1987. En aquellos edificios había personas y niños que murieron. Hace más de veinte años que está preso y su aspecto ya no es el mismo que Google muestra. Paquito me parece un nombre inapropiado para un asesino y para alguien que comparte duchas con delincuentes sexuales. Se me olvida preguntar cómo lo llaman aquí.

 

Vamos con Chema y otra profesora a tomar un café al economato. Hay una mesita en la trastienda para los empleados. Me siento bajo una bandera de España. La profesora abre una bolsa de frutos secos. «A falta de unas patatas bravas, está bien». Chema nos cuenta que la piscina está cerrada. Hace unos años hubo una polémica tras la apertura de una climatizada en una cárcel alavesa. Las autoridades penitenciarias ordenaron clausurar todas las piscinas en solidaridad con los que sufrieron la crisis económica. La piscina de la cárcel de Zuera lleva dos años vacía y el fondo se ha rajado. Las autoridades penitenciarias han seguido nadando en las piscinas de sus urbanizaciones y en las de los hoteles durante estos años. Si los presos desean una televisión en sus celdas tienen que comprarla. El demandadero es un funcionario que intermedia entre las familias y los comercios autorizados. Existe una lista oficial de precios, en la que se incluye la del televisor. El demandadero no obtiene beneficios, presta un servicio más del centro. Me resulta un nombre erróneo al igual que Paquito.

 

Los presos cenan a las siete de la tarde y a las ocho se cierran los módulos residenciales. A partir de esa hora duermen cuando quieren o pueden. A la una del mediodía comen. Nos debemos apresurar para terminar el montaje. Miguel mide un metro noventa. Levanta los cuadros como si fueran hojas de papel. Es educado y prudente, pero no nos pasa que nivelemos imperfectamente las obras. Las clases terminan y el alboroto vuelve al pasillo. Se acercan varias personas y nos preguntan de qué va la exposición. Nos escuchan atentos, nos hacen preguntas inteligentes, nos agradecen que la hayamos traído, el primer vistazo les gusta. Puede que lo hagan para aparentar interés ante los profesores y funcionarios. Creo que de verdad les agrada que haya algo nuevo en la pared. Observarán los coches desguazados, leerán los microrrelatos y descubrirán que muchos personajes son delincuentes y asesinos como ellos. Cuando regresemos en unas semanas les preguntaré qué opinan de la voz narrativa, si esos personajes piensan y sienten de manera real. Es un momento esperado y que me da respeto. Puede que me digan que soy un ingenuo, que no tengo ni puta idea.

 

Devolvemos las herramientas. El funcionario comprueba que están todas. Pedro nos explica que el rompecabezas gigante lo completaron presos peligrosos. Solo tienen permitido cierto tipo de actividades sin acceso a objetos que puedan ser utilizados como arma. Un pincel se puede clavar en un ojo. El puzle se emplea como metáfora no solo en los libros policíacos, también en el lenguaje cotidiano: «las piezas del puzle no encajan», «falta una pieza en el puzle». Quiero evitar la tentación de comparar la vida de esos tipos peligrosos con el puzle. Lo cierto es que sí que les faltó una pieza. La tienda que los vende excluye a propósito una e informa a los compradores que si señalan en qué parte exacta se encuentra ese hueco, les remitirán la pieza gratuitamente. Pedro dice que es la forma que tienen de saber cuantos han logrado completar ese enorme lienzo. Nos señala el extremo del ala de una gaviota que sobresale ligeramente. Esa era la parte que faltaba. Un ave sobrevolando el mar con veleros en el horizonte, el ala, la libertad, qué bonita manera de terminar un escrito sobre una cárcel.

 

Nos vamos. Hay unas escaleras que bajan al módulo de admisión en la dirección de salida, o suben hacia el perímetro de seguridad en la dirección de entrada. Raúl y yo imaginamos qué sentirá un recluso al bajar esas escaleras cuando le faltan unos metros para recobrar la libertad. Yo me imagino en ese trance a Ortega Cano. No sé por qué. Estuvo aquí.