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Muerte de un político

A doscientos metros de altura la Nacional 232 o carretera de Logroño, como se denomina en la zona, se asemeja a una tubería con un conducto de agua caliente y otro de agua fría que abastece a la ciudad de Zaragoza.

 

 

En 1997 esta carretera soportaba el tráfico de coches, furgonetas, autobuses y camiones gigantes como animales anteriores al hombre en los que se desplazaban estudiantes, trabajadores y mercancías camino a la ciudad, a otros destinos lejanos o a las naves industriales, colegios, centros comerciales, urbanizaciones, pueblos, gasolineras y ventas centenarias que jalonan la vía.

Fue en plena noche cuando dos agentes del Grupo de Extranjeros de la Policía Nacional se desviaron a un camino vecinal que conducía al club Castilla. Existían varios burdeles al pie de la carretera o más escondidos, como este, para cubrir la demanda de los transportistas que paraban en las fondas y de los ciudadanos que se desplazaban cerca de la urbe, pero suficiente lejos de sus conocidos.

El propietario del club recibió a los policías con una sonrisa. Era gordo y su ropa estaba sucia. Les informó de que tal como le habían anunciado la redada se había producido dos días antes. Teníais que haber visto la cara de gilipollas que se les quedó cuando no encontraron a ninguna chica, les dijo. Los policías no disimularon su contrariedad. Bien que des el día libre a las chicas sin papeles, pero deja a unas cuantas españolas. ¿Te crees que son tontos?, continuó el otro policía. Cae de cajón que si escondes a las putas cuando se presentan es porque te han dado un chivatazo. Al proxeneta se le borró la sonrisa. Sirvió bebidas y les preparó dos filas de coca sobre la barra mientras les prometía que no volvería a ocurrir. Uno de los agentes le preguntó por Carlos. El gordo dirigió la mirada hacia el techo. En ese momento, Carlos se encontraba en una habitación del piso superior con Nora y otra chica.

 

El rocío de las primeras horas de la mañana había cubierto las lunas de los camiones estacionados junto a la carretera. Junto a ellos había un coche camuflado con dos policías, esta vez pertenecientes al Grupo de Asuntos Internos. Aguardaban a que sus compañeros, el propietario del club y las prostitutas saliesen del local. Disponían de una hora antes de que la empleada de la limpieza comenzara su jornada.

Accedieron al burdel por la puerta trasera y, para no conectar la luz, se orientaron con linternas en el interior. Uno extrajo la cámara escondida en la pista de baile y otro hizo lo propio con las ocultas en las habitaciones.

El inspector agradeció el trabajo a sus subordinados y les pidió que cerrasen la puerta de su despacho. En una mano sostenía un cigarro y con la otra, las fotografías. Colocaba en un montón las tomadas a policías investigados en el caso y en otro las de los clientes ajenos a la trama. Sin embargo, en esa ocasión se detuvo en unas fotos en las que ningún sospechoso era el protagonista. En ellas se observaba, en primer plano, sobre una mesa una bolsa que contenía un polvo blanco. Al fondo, Carlos aparecía desnudo junto a Nora y a otra chica. Esta cara me suena, se dijo el inspector. Se alegró cuando finalmente lo reconoció: Joder con el pajarito, este sale en la tele, este tío es político.

 

Nora se asustó cuando un grupo de policías uniformado irrumpió en el club. Una compañera intentó escapar por la puerta trasera, pero por allí también entraron los agentes. La interrogaron sobre su situación legal y pusieron especial interés en saber si ella conocía a clientes que fueran policías. Nora se arropó con el abrigo con que se había cubierto y bebió un trago de agua. Quizá fuera por nerviosismo, por inquina o porque pensó que si iba a ser expulsada del país, no sería la única perjudicada, que facilitó un nombre y unos datos.

En la declaración ante el juez señaló que Carlos Piquer, político del Partido Socialista en Aragón, era un cliente habitual que le ofrecía droga y que más de una vez pagó sus servicios con la tarjeta de crédito del partido.

Lasala, juez del Juzgado de Instrucción número uno de Zaragoza, creó una pieza aparte del caso que investigaba sobre corrupción policial, prostitución y tráfico de drogas. Los hechos que denunciaba Nora podían constituir dos delitos por parte de Carlos: contra la salud y de apropiación indebida de dinero público.

Lasala solicitó al inspector encargado de la investigación la información que hubiera recabado sobre el político. Fue entonces cuando recuperó las dos instantáneas en las que Carlos aparecía desnudo junto a Nora y otra chica del manojo de fotografías no relevantes.

El 2 de enero de 1997 el sumario trascendió y la prensa regional y nacional publicó la noticia. Carlos Piquer era senador, diputado en la Cortes aragonesas y portavoz del grupo socialista en estas. Fue un escándalo mayúsculo.

Su partido se apresuró a investigar los hechos. Comprobó que dos apuntes bancarios en la tarjeta de la que disponía el partido para gastos de representación con cargo a fondos públicos coincidían con las sumas que había denunciado Nora: una de 19000 pesetas y otra de 93000 pesetas.

Carlos reconoció su responsabilidad y devolvió el dinero. El partido le suspendió de militancia de manera cautelar y le exigió, junto a la oposición en bloque, que renunciara a su acta de senador y diputado autonómico. Carlos no obedeció y pasó al Grupo Mixto. La prensa entendió que fue una maniobra para conservar su condición de aforado, ya que esta impedía al juzgado de Zaragoza procesarlo. Lo cierto es que, en junio, Carlos Piquer solicitó al Senado que concediera al Tribunal Supremo el suplicatorio para que investigase los hechos y él pudiera defenderse de los delitos que le atribuían.

La mayoría de sus antiguos compañeros de partido le rehuyeron y Carlos, sumido en la depresión, se refugió no sabemos dónde —puesto que podemos imaginar que la situación del entorno familiar debió de ser tensa—.

Carlos Piquer declaró en julio ante el Tribunal Supremo que no había cometido los delitos de manera consciente. Para corroborar dicha afirmación, el Tribunal ordenó que dos médicos forenses examinaran su estado mental y su grado de dependencia a los tóxicos.

Cada paso judicial fue informado por la prensa. Tras la lectura de las noticias, Carlos se hundía más, no soportaba la presión social ni la deshonra ante su familia. El siquiatra que le trataba le recomendó que ocupara su escaño en un intento de recobrar la normalidad. Carlos Piquer siguió su consejo, pero no esperó la reacción de los dos diputados de Chunta Aragonesista, integrantes del Grupo Mixto, que le recriminaron que no hubiera dimitido y que las Cortes no eran el lugar para terapias.

Carlos intentó suicidarse en dos ocasiones. Los compañeros de partido del ala guerrista, de la que él fue uno de sus representantes más influyentes, se acercaron a él para animarlo. De hecho, el mismo Alfonso Guerra quiso visitarlo con dicho objetivo. Todos comprendieron la gravedad de su estado emocional, incluso el juez del Tribunal Supremo pospuso nuevos interrogatorios hasta que se recuperase.

El 10 de noviembre a las cuatro y media de la tarde uno de sus hijos menores regresó del instituto. Encontró la casa en silencio. ¡Papá! ¿Estás aquí? No había nadie en el salón ni en las habitaciones. Dejó su mochila y, de camino a la cocina, reparó en que la luz del baño estaba encendida. Halló resistencia al abrir la puerta: algo la atrancaba. Finalmente logró entreabrirla. Asomó la cabeza y descubrió reflejado en el espejo el tronco y las piernas de su padre a una altura inusual. Carlos Piquer colgaba ahorcado de las tuberías. Desde una vista cenital, esos conductos, uno para el agua caliente y otro para la fría, se asemejaban a los carriles de una carretera jalonada de naves industriales, colegios, centros comerciales, urbanizaciones, pueblos, gasolineras, ventas centenarias y burdeles.

 

El entierro de Carlos Piquer en Escatrón, su localidad natal, fue multitudinario. Los vecinos despidieron a un hombre que se había destacado como sindicalista y había conseguido frenar despidos en las centrales eléctricas del pueblo; que fue alcalde con mayoría absoluta y que luego saltó al ámbito autonómico, como político de casta que ocupó la Secretaría de Organización del Partido Socialista en Aragón y los cargos de parlamentario nacional, senador y diputado en las Cortes.

Escatrón dio su nombre a la residencia de mayores y en el décimo aniversario de su muerte se celebró un homenaje en Zaragoza que congregó a más de trescientas personas. Todas destacaron sus valores humanos y dan muestra de que fue un hombre apreciado.

Durante tiempo he meditado sobre la conveniencia de rescatar este episodio que, aunque de relevancia pública, afecta a la vida privada y al dolor de una familia.

Si he escrito esta crónica con pequeños elementos de ficción —únicamente la ambientación literaria y los diálogos—, no ha sido con afán de juzgar. Queda escrito que fue una persona que se preocupó por los demás y que por ello le respetaron; también que en un momento dado descarriló su vida y cometió un error de bulto. Nadie está libre de errar.

Otra de las intenciones de escribir sobre Carlos Piquer podría haber sido suscitar la reflexión. Sin duda las diferencias con otros casos de corrupción actuales son evidentes —pensemos en las tarjetas opacas de Caja Madrid o en los casos de fraude que abundan—, pero también lo son las equivalencias. Si la principal semejanza es el uso indebido de dinero que no pertenece al sujeto, lo que hace único el caso de Carlos Piquer, en comparación a los políticos imputados de hoy, es el modo en que se enfrentó a su culpa. Carlos reconoció los hechos, devolvió el dinero y pagó con su vida el daño causado a su familia y a la sociedad. Mientras que los políticos presentes que son juzgados niegan la evidencia en las comisiones de investigación y en sede judicial, continúan con millones de euros ocultos y eluden su responsabilidad con argucias para evitar la cárcel. Carlos Piquer realizó un último acto para restablecer su dignidad. En el Japón medieval, el código de honor de los samuráis dictaba que debían infligirse el haraquiri tras cometer un delito. Quiero interpretar el suicidio de Carlos no como debilidad, sino como un intento de terminar con honor. Quede de manifiesto que no defiendo la práctica ni abogo porque los políticos corruptos que conocemos la sigan. Pagar con la vida una falta, me parece un precio elevado y hubiera preferido que Carlos Piquer se perdonase a sí mismo y hubiera escuchado la sentencia judicial.

Escribo este texto con la esperanza de que sea leído por algún político veterano y también por los jóvenes que quieren cambiar el país. Para que mediten y no dejen pasar más años, desde 1997 ha habido tiempo, y legislen para disuadir la corrupción. Que fiscalicen las cuentas, vigilen a sus colegas —compañeros si prefieren llamarlos así o amigos si el vínculo que les une es fuerte—, sobre todo, a los de su mismo partido, y los censuren para así evitar que se sientan expuestos, humillados y apartados cuando sean descubiertos, para que sus allegados no sufran, para que no lamenten la pena impuesta y para que cuando el futuro llegue, se sientan tentados y se hayan convertido en otras personas, les sea imposible cometer un error.

 

Las fuentes en las que me he basado son las hemerotecas digitales de los diarios disponibles en la red. El mapa está extraído de Google Maps.

 

 

 

1 Responses

  1. Carlos Piquer no era de Escatron sino de Sastago

    Nat

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