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El maizal

En Encuentros en el fin del mundo, del cineasta Werner Herzog, descubrimos la vida y los sueños de un pequeño número de investigadores del millar que habitan la estación McMurdo en la Antártida. Sus biografías y sus trabajos son fascinantes, y las imágenes del continente, tanto de su superficie helada como de sus fondos marinos, son inusuales y bellas. Herzog, al comienzo del film, dice que advirtió a sus productores que no pretendía rodar el típico documental sobre pingüinos, y desde luego que no lo hizo. No obstante, los pingüinos aparecen, en concreto se centra en uno: lo convierte en inolvidable. En la secuencia aparece un conjunto de estos animales en medio de la inmensidad nevada. Destacan los puntitos negros sobre un fondo blanco, casi violento para los ojos. Los pingüinos comienzan a andar en dirección al mar. Sus pasitos cortos y su continuo vaivén resultan graciosos y despiertan ternura. Sin embargo, uno de ellos no sigue al resto, se mantiene durante unos segundos paralizado hasta que emprende rumbo hacia una cordillera situada en el interior del continente. Dicha decisión le conducirá a una muerte segura puesto que lo aleja de la colonia y de las fuentes de alimento. Herzog se pregunta, y al mismo tiempo nos formula a nosotros la cuestión, por qué el pingüino realiza ese acto suicida. Uno de los científicos que estudia el comportamiento de estos animales señala que no cree que haya individuos que enloquezcan debido a la presión del grupo, invalidando con ello la hipótesis que apunta Herzog. El investigador explica ese viaje solitario con un sucinto: “se desorientan”. Además indica que es inútil retener al pingüino que ha iniciado la marcha, apresarlo y devolverlo a su territorio porque inmediatamente volvería sobre sus pasos.

Me he acordado de esta escena cuando he conocido la última noticia sobre un hombre con el que me solía topar, mientras yo hacía deporte, en los caminos cercanos a mi casa. Pienso que lo que más le gustaba, al menos desde que se jubiló, era caminar a su aire. Lo hacía a paso ligero, erguido, concentrado. Nunca supe si seguía una o varias rutas o si su objetivo era llegar a un punto concreto. Siempre respetaba el trazo del sendero: nunca lo vi entrar ni salir de un sembrado. En agosto el maíz alcanza una altura de dos metros. Los lindes de los maizales representan entonces un barrera. Es posible franquearla, pero nos inquieta hacerlo al ser incapaces de atisbar qué hay en el centro del campo, mucho menos al otro extremo, y tememos por lo que podamos encontrar. Stephen King trató en uno de sus relatos este miedo infantil, pero cuántos de nosotros nos hemos atrevido a adentrarnos en esa espesura, a sentir sin aprehensión el roce de las ásperas hojas en nuestras piernas y brazos. La familia de este hombre descubrió que una mañana se había marchado en su bicicleta sin avisar. Como no regresó a la hora de comer, dieron parte. Lo encontraron al día siguiente en su casa del pueblo, a unos setenta kilómetros del punto de partida. Estaba exhausto y aturdido. Durante las semanas que permaneció hospitalizado no acertó a dar una explicación. Su vuelta no trajo consigo la tranquilidad. Se despertó durante la noche, con sigilo preparó unas viandas y huyó. En esta ocasión no se dirigió a su primer hogar ni a otro lugar que pudieran sospechar los suyos. Cuando lo encontraron, cuatro días después, oculto en un maizal, estaba tan debilitado que no tardó en fallecer.

En el comportamiento animal no es extraño que el individuo se aleje del grupo para morir, tampoco lo es en algunas culturas. Desde un páramo helado a un campo de maíz, el lugar, en el que la persona subyugada por la llamada de la muerte encuentra su fin, es inesperado. Aunque nos resulte incomprensible esa peregrinación solitaria, la muerte posee su propia lógica.